Espejo.

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Aún estando completamente desnuda me detuve frente al espejo, observando como mi largo cabello llegaba más allá de mi cintura y que al pasar los minutos este comenzaba a rizarse nuevamente. Era tan parecida a mi madre, ambas con aquellos ojos azules que en algún momento habían hipnotizado a mi padre, y con unas pequeñas pecas en la nariz y ambas mejillas, las cuales eran poco visibles ya que en esta ciudad era algo inusual que el sol hiciera acto de presencia.
Acaricié mi rostro con ambas manos, como si acariciara el de mi madre.
Suspiré, le echaba de menos. Extrañaba a mi madre con cada fibra de mi ser, echaba de menos sus consejos y sus cuentos antes de dormir, los cuales cuando era pequeña aborrecía porque me parecían irreales y estúpidos, ella se reía y decía que era igual que ella.
Estaba orgullosa de mi madre, había sido una mujer fuerte y había defendido sus ideales ante todos siempre que se habían interpuesto entre ella y sus ideas.
Mis manos eran igual que las suyas, unas largas uñas, dedos largos y delgados y un pequeño lunar en el dedo índice. Era igual que ella.

Cubrí mi cuerpo con una suave bata color burdeos —que había pertenecido a ella— y me dirigí a mi habitación. Miré la hora, las cuatro de la tarde, en un rato Leila pasaría a por mí. Había dudado en si debía cancelar nuestro encuentro o no, pero sabía que si iba conseguiría distraerme de mis propios demonios.
Así que una vez en mi habitación, pensé en que debería ponerme, nunca había salido con ninguna amiga a algún lugar y es por el simple hecho de que nunca tuve una. ¿Por qué no podía ser una novela en la cual su mejor amiga llegara y le obligara a ponerse su mejor atuendo, a maquillarse y ser feliz? La respuesta era obvia, yo no vivía en una novela, y si pudiera elegir hacerlo no lo haría sobre una tan deprimente como mi vida.
Dejé caer el albornoz a mis espaldas y permití que el frío se apoderase de mi piel, necesitaba con urgencia que llegara el verano y poder sobrevivir sin la calefacción.
Tras ponerme mi ropa interior, me debatí en si sería algo pulcro y bien visto ir en pijama, pues era la única prenda de ropa que mi cuerpo parecía aceptar, ya que me probara lo que me probara, sentía que no iba acorde a mi cuerpo. Finalmente, agobiada por odiar repentinamente mi muy escasa ropa —mayormente heredada de mis primas y tías jóvenes— elegí una sudadera granate algunas tallas superiores a la mía, sin embargo me gustó como me quedaba. Sentía que la ropa ancha era lo más similar al pijama que desgraciadamente no podía llevar a la calle. Vestí mis piernas con unos jeans azules que se ajustaban perfectamente a mi cuerpo, resaltando e incrementando mis escasos atributos. Calcé mis pies en unas cómodas zapatillas que en algún momento fueron blancas —aunque ahora eran de un gris desgastado—.

Miré mi rostro en el espejo como lo había hecho anteriormente en el baño, me veía devastada, pero Leila no tenía por qué saberlo. Así que saqué aquel pequeño neceser donde guardaba el maquillaje que mi tía Elisa me había regalado hace unos cuantos meses atrás, cuando había venido de visita y se había horrorizado por no encontrar nada de maquillaje en la casa, excepto el de mamá, el cual había caducado hacía ya muchos años.
Sabía que hiciera lo que hiciera, lo haría bien. Había aprendido a maquillarme cuando a mis diez años mi madre había insistido en que me dejara maquillar y finalmente en aceptar ir a clases. Pero sin embargo, no tenía ganas de hacerlo.
Así que cuando conseguí cubrir mis prominentes ojeras, y resaltar en todo su esplendor mis pestañas y labios —aplicando un pintalabios del mismo color que la sudadera— lo clasifiqué como un logro. En mi mente, había planeado aplicar solo un pintalabios, pero una vez hube comenzado, mis manos hicieron todo el trabajo.
Dejé que mis rizos se secaran a su ritmo y para ese entonces, ya tenía mi larga y abundante melena pelirroja cubriendo mi cuerpo hasta la cintura.
No me gustaba peinarlo, sentía que solo destruía los rizos que tanto amaba, así que eventualmente lo iba moviendo en diferentes direcciones, dejándolo normalmente en el lado izquierdo, dejando mi perfil derecho completamente expuesto.

Y en ese momento, Leila apareció detrás de mí.
— ¿Y tu padre? —Preguntó con una gran sonrisa tras saludarme con un efusivo abrazo.
— Ha tenido un día duro, está descansando.
— Que mala suerte, pero ya le conoceré en otro momento, ¿estás lista?

Asentí y escanee brevemente su cuerpo, un jersey blanco y unos vaqueros —ajustados tanto como los míos— cubrían su cuerpo. Me dirigí al armario, dispuesta a sacar mi abrigo pero me fijé y el de Kyle me llamaba mucho más la atención. Era un abrigo negro, me llegaba un poco más abajo de la cintura y tenía una larga cremallera que lo cruzaba verticalmente. No me quedaba tan mal, o eso me decía a mi misma, así que sin titubear cogí aquella prenda y me la puse, sintiendo como su aroma tan perfecto opacaba con facilidad el aroma del perfume barato que me había puesto hacia unos minutos.

— ¿Has preparado tus cosas?
— Oh, lo olvidé por completo. —Respondí. Había olvidado que esa noche dormiría con ella.
— No te preocupes, te dejaré algo mío, ahora, ¡vámonos!

Admiraba la felicidad que expulsaba Leila por cada poro de su cuerpo, y su facilidad para evitar cada obstáculo que se interponía entre ella y lo que quería.

¡Feliz San Valentín!

Dulce asesinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora