Capítulo uno

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El sonido del silbato se mezcló con los gritos de aliento y aplausos que venían de las graderías

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El sonido del silbato se mezcló con los gritos de aliento y aplausos que venían de las graderías. Contuve la respiración mientras contemplaba con total atención el movimiento de la pierna derecha de Luciana. Los segundos se percibieron más lentos hasta el momento en el que pateó el balón como tanto lo practicamos.

Los gritos aumentaron cuando el balón pasó en medio de las piernas abiertas de la portera, estrellándose en la red blanca que lo detuvo. Recuperé el aliento en ese instante, al ver a Lu saltar de alegría rodeada de sus compañeras que habían llegado a ella en un parpadeo. Pese al entusiasmo decidí quedarme en mi sitio, observando como las niñas celebraban como si aquel gol las hubiera hecho ganar un campeonato, mientras sus papás las alentabas desde las graderías.

—¡Tío!

El grito de Lu captó toda mi atención, abrí los brazos para atraparla al verla saltar hacia mí. Su corazón latía con desenfreno por la emoción mientras el sonido de su risa silenciaba los gritos que nos rodeaban. Tenía el absurdo deseo de alargar esos momentos, en el que la alegría de mi sobrina aminoraba el vacío al que no lograba acostumbrarme.

Le besé la frente en el justo momento en el que el arbitro volvió a hacer sonar el silbato, indicando que el juego debía reanudarse.

—¡Vamos, Lu! —la animé—, aún nos faltan cuatro goles para empatar.

—Los haremos, tío, perdón, entrenador —corrigió antes de salir corriendo.

Era casi imposible que lo lograran, el equipo era un desastre por completo. Pese a ello, me contagié del fervor de las niñas que aún seguían celebrando el gol que marcaron gracias a un penal.

Estaba acostumbrado a ese ambiente, a los gritos, las risas y hasta a la frustración de todas cuando las cosas no salían bien. Aunque al inicio la idea de ser entrenador del equipo del que era parte Luciana, no me animaba en lo absoluto, me encontraba a gusto compartiendo tiempo con mi sobrina y el resto de las niñas que me habían recibido con mucho entusiasmo.

Concentrarme en una actividad con cierto nivel de compromiso, estaba siendo beneficioso para sobrellevar las cosas que me atormentaban. De alguna forma, las horas en las que me enfocaba en entrenar a las niñas, resultaban siendo una especie de descanso de todos mis problemas que, pese a los meses transcurridos, las terapias y mis ganas de avanzar, seguían aquejándome casi con la misma intensidad.

—¡No estaba fuera de lugar! —grité al mismo tiempo que mi hermana.

Aunque se encontraba en la gradería pude escuchar su voz a la perfección. Mientras me acerqué al árbitro para reclamarle su error, observé de reojo como Nicole seguía de pie, levantando los brazos en una señal clara de su exaltación.

Los partidos de los domingos eran más divertidos cuando mi hermana podía asistir. Verla discutir y emocionarse le daba un toque diferente a los noventa tortuosos minutos en los que me estresaba porque las niñas no lograban seguir las estrategias que planteábamos.

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