Capítulo 13: Eugenia No Está.

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Gracias a nuestras propinas en el Ubulili, Rodrigo y yo pudimos planear una salida para comer juntos aprovechando el primer ensayo libre

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Gracias a nuestras propinas en el Ubulili, Rodrigo y yo pudimos planear una salida para comer juntos aprovechando el primer ensayo libre. Había una cafetería en las afueras del barrio vecino, el barrio Taitao, allí la comida era barata y muy rica. Le avisé a mi madre que no iría a comer a casa para que no estuviese con el pendiente. Ella como siempre, me daba mi tiempo y mi espacio. No sabía si lo hacía porque creía que era bueno, o porque no quería molestarme, pero me gustaba que tuviésemos una línea para diferenciar el trabajo, lo personal y lo familiar.
     — ¿Entonces qué, cabrón? ¿Es cierto que le entras a la cantada? —Preguntó el barbudo sorbiendo de su frappé, con la espalda recostada en la silla.
     —Sí, algo sé —confirmé, limpiándome la boca con una servilleta.
     — ¡Échate una rola pues! —Pidió, como si no tuviese ningún problema en hacerle caso.
     —Después de lo que me pasó intentando cantar en los buses, ya vas a creer que voy a cantar aquí con toda esta gente —dije, mirando alrededor—. Hay cosas más importantes de las que tenemos que hablar.

Las había. Desde el día anterior que descubrí lo que había en la oficina de abajo del escenario, no me dejaba de pensar para qué era y por qué estaba oculta si a simple vista no mostraba nada raro más que la coca que se metió Julio. Eso no era cosa de otro mundo; muchas personas en Fang eran adictas.
     — ¿Cómo qué cosas hay que hablar?
     —Ayer que ensayé lo de la magia, caí en el cuartito que está abajo del escenario... —conté—. Me confundí de puerta y entré a una oficina que tiene varias cajas de metal.

Rodrigo se quedó mirándome directo con un semblante serio. No le había caído en gracia la idea de que supe de ese “escondite”, pero esa actitud como respuesta de su parte me confirmó que sabía de lo que estaba hablando, y que no era muy secreto si lo sabían ya dos personas además de Ariel y Julio.
     — ¿Por qué putas entraste allí, Robin? —Cuestionó con la voz baja, pero alterado—. ¿Alguien te vio?
     —Geovanni, nada más. Cuando llegó Ariel con el tipo que me desvirgó el culo, nos escondimos detrás del colchón.
     — ¿Qué viste o qué? —Siguió.

Lo único que vi fue el braille, la línea de coca que estaba en el escritorio, la luz amarilla de la lámpara y las cajas de metal, una encima de la otra. Nada más. Nada que fuese una razón justificable para que él estuviese tan afligido como se veía. De cualquier manera, si sabía algo más, era yo el que estaba en peligro, aunque no sabía que ese lugar era peligroso, hasta que lo entendí por los líos que armaba el barbudo mientras le contaba. «¿Qué hay de malo en esa área?» pensé, terminando mi café.
     — ¿Sabes qué hay en esas cajas? —Negué con la cabeza. No tenía ni idea porque no me atreví a revisarlas—. Esas mierdas están repletas de fierros, cabrón —confesó en susurros para que nadie más escuchase.
     — ¿Para qué chingados tiene tantas pistolas Ariel allí? —Seguí yo, averiguando más.
     —Eran de las putas —soltó, mirando a todos lados antes de seguir hablando—. Antes nos daban una a cada uno para cualquier cosa que pasara en el camper. A veces los viejos pendejos se ponen agresivos y para defendernos teníamos permiso de usar nuestros fierros.

Yo, ErróneoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora