Capítulo 25: Homoerótico De Fe Y Razón.

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Esperé al chino en la esquina del mercado un par de minutos

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Esperé al chino en la esquina del mercado un par de minutos. Sabía que últimamente lo había buscado mucho y no quería causarle problemas con sus padres, pero él tampoco se negaba y no lo podía obligar ni a ir conmigo, ni a quedarse.

Llegando a la iglesia de la cuadra, el culto ya casi iba a dar inicio y las personas estaban todas afuera, entrando de poco en poco. Me acerqué, osando en cogerle la mano al Batto con los dedos entrelazados. Las hermanas nos miraron fijamente con sus notables caras de disgusto, algunas incluso se persignaron al vernos caminar hacia ellas. «¡Qué ridículas!» pensé.
     — ¡Váyanse de aquí, sodomitas! —Nos gritaron mientras yo me reía cínicamente.

Seguimos caminando, a punto de entrar a la iglesia para buscar al pastor, pero la hermana Gloria no nos lo permitió, sostuvo mi suéter con fuerza. Estaba tan enojada que solo pude pensar una cosa: «¡BINGO!». La verdad es que provocarla era una de las cosas más satisfactorias, porque me causaba gracia como alguien se podía molestar por la manera en que otras personas viven su propia vida. ¿Qué tan miserable tienes que ser como para ofenderte por las vidas de los demás y no centrarte y vivir la tuya?
     — ¿Ustedes no saben que Dios no ve bien que dos hombres anden de amantes? —Espetó, con las cejas juntas.
     — ¿Y usted cree que a Dios le encantan las viejas chismosas? Su Dios ha de rodar los ojos cada vez que usted empieza a hablar —fruncí el ceño—. No se meta en lo que no le importa —contesté, dejándola atrás.

Entramos a la iglesia, aun con los gritos de las personas, no me sentí ni incómodo, ni ofendido. Me valía mierda lo que la gente pensase de mí y ya lo había mencionado. Además eso se sentía terapéutico hasta cierto punto porque la gente te da más atención de la que según ellos mismos mereces o de la que se supone que te deben dar.
     — ¡SALGAN DE AHÍ, PECADORES! —Gritaron todas al mismo tiempo, y alguno que otro hombre también se les unió.

Nadie pensaba entrar a la casa del señor hasta que nosotros saliésemos de ahí, iba a tocarles aguantarse porque yo no pensaba salir de ahí sin antes hacer lo que había pensado desde que mi madre me dijo que me habían sacado de la iglesia. La idea se metió en mi mente y me rebotó de un lado al otro como pantalla de DVD en reposo. No iba a estar tranquilo hasta no hacer lo que debía hacer.

Nos topamos al pastor, que iba de camino hacia afuera para ver lo que estaba pasando y por qué había tanto escándalo. Tuve que detenerlo para hablar con él, para decirle todo lo que pensaba de su decisión.
     —Mire pastor, su decisión a mí no me importa, lo que me molesta a mí es la forma en que lo hizo —solté, sin siquiera saludarlo.
     —Robin, lo siento mucho, no fue decisión mía —contestó amablemente—. ¿Puedo hacer algo para que me disculpes? —Asentí.

Le pregunté acerca de esa respuesta, y todo lo que dijo fue que los vecinos de Vilos y Taitao que llegaban a sus cultos se habían puesto de acuerdo, recaudaron firmas y armaron todo el espectáculo para expulsarme. Él trató de explicarles la situación y hacerles ver que no había problema alguno con mi homosexualidad. Intentó de muchas formas evitar mi expulsión porque él nunca se rigió con esa interpretación de la biblia, y admitió que todos tenían una visión diferente de la palabra, así que al final la voz del pueblo tuvo más peso. Y no tuvo más opción que decírselo a mi madre.

Yo, ErróneoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora