Un intruso en casa

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Llegó a su casa como cotidianamente, recibido por un abrazo fuerte y largo de su hermano menor que lo guiaba hacia el interior del humilde hogar que los protegía del frío invierno. Conforme sus pasos se daban directo hacia la cocina, escuchaba las infinitas preguntas de siempre "¿cómo te ha ido?", "¿me has extrañado?", "¿sí comiste, Itachi?"...

Si bien, él había adoptado el papel de papá, Sasuke estaba haciendo su mejor intento como el papel de mamá. Papá para ambos, mamá para ambos. Cada uno se sacrificaba por el otro. Sasuke se juraba mientras se miraba al espejo, que no necesitaría a una mamá. Itachi frenaba su llanto en las noches y con ese dolor en la garganta y en el pecho, se atrevía a rogarle a los cielos que no necesitara jamás a un padre.

Porque ambos los perdieron en la última nevada, hace un año. El pueblo entero les dio el pésame. ¡Sabrá Dios qué hicieron con los pobres caballos que derraparon y cayeron con todo y carruaje por toda la colina! Sasuke suspira embriagado de dolor al pensar que estaban a media hora de su destino cuando la muerte los arrancó de sus cuerpos y quedaron huérfanos. Ya no volvió a ver a su madre ni a su padre jamás.

Y lo peor es que las personas parecían ser útiles sólo para comentar al aire su piedad y lástima, porque una vez que el banco recogió varias de sus pertenencias (lamentablemente, Itachi y Sasuke no eran mayores de edad) y los dejó casi en la calle (única pertenencia que entró en el contrato de herencia: una casita destartalada lejos de la aldea), el mayor tuvo que cortar su deseo de seguir viviendo su infancia y a sus catorce años ya era todo un hombre que trabajaba desde que el sol salía hasta que se escondía.

El pequeño, preso de su característico deseo de apoyar a su hermano mayor, no tuvo otra opción y se quedó en casa, siempre. Se concentró en cocinar, realizar las labores domésticas, a ir al mercado por las compras, a cuidar el dinero, a contabilizarlo. Los juguetes y los juegos de niños ya no eran para él.

Aunque en las noches, cuando su hermano dormía y podía abrir la ventana, tal como en los cuentos que escuchaba de su madre, miraba hacia el cielo y buscaba la estrella favorita de ella, imaginándola ahí. Le lloraba en silencio y le pedía que regresara pero siempre era la elipsis y el sueño el que contestaba.

-Mami... ¿no vas a volver nunca? –Preguntó con voz queda una noche, -Porque si es así... si están muy cansados o de verdad no pueden... entonces no estoy enojado. –reflexionó adoptando una madurez que no provenía de un niño de ocho años. –Solo que... Itachi nunca está y... me siento solo.

Y de pronto sintió el llanto de su hermano. Jamás volvió a abrir la boca, de todos modos, sabía que ellos escuchaban solo con ver la estrella.

Por eso, cuando llegaba su hermano, con tierra en manos y cara, con las piernas agotadas y las manos heridas y atormentadas por la hinchazón, cortaduras y callos, intentaba ser ese consuelo y toque familiar que ambos necesitaban.

"Nos tenemos el uno al otro, así que no llores, Sasuke, porque no estamos solos".

Sirvió la cena y aunque ambos estaban en silencio, podía escucharse un golpeteo que los arrullaba en los cristales de las ventanas, era la tormenta de nieve típica de diciembre. Con sus manos delicadas, Sasuke cortaba rodajas de pan y las entregaba a su hermano, debía alimentarse bien y ahora que había descubierto que cuando decía "no tengo hambre" era porque no había suficiente comida para los dos, estaba listo para entregar porciones adecuadas y mentir cuando fuera necesario con un "es que yo ya comí, Itachi".

La ventana se abrió de improvisto y la nieve se adentró furiosa creando una catástrofe en la cocina. Sasuke pegó un brinco en su silla y notó una lucecilla adentrarse. Con rapidez, ambos niños se pusieron de pie y empujaron el cristal hasta que quedó de nuevo cerrado.

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