La ciudad apesta

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Bajó del autobús, se acomodó su sombrero y miró a todos los demás pasajeros. Todos parecían saber a dónde iban, cómo debían ir y para qué debían ir. ¿Y él? Venía a cumplir uno de sus objetivos, estudiar la preparatoria.

Su mano estaba enrojecida por sostener la maleta después de unas cuadras. Miró sus zapatos desgastados, notó el sudor de su rostro. Las calles estaban llenas de autos que pasaban a gran velocidad y había tantas rutas de autobuses que no sabía cuál debía tomar realmente.

-Disculpe... hola, buenas tardes, señora. –le llamó nervioso a una mujer que parecía esperar con impaciencia en una parada establecida. -¿Me podría decir qué camión me lleva a este lugar? –le mostró la hoja de libreta doblada cien veces ya.

-La verdad no sé.

-Oh, gracias. – ¿Sería difícil esa dirección? Allá en su pueblo, las calles eran pocas, todos se conocían. Apenas decir de quién era hijo sería suficiente. Miró a más personas pero ninguna se veía lo suficientemente amable o con el tiempo adecuado para contestar. ¿Y si detenía un autobús y le preguntaba al mismo chofer?

Sus ojos azules recorrieron todo el lugar, caminar no era opción, todo estaba muy revoltoso para un chico que sólo conocía de llanos y corrales. Rascándose la nuca, moviendo un poco su sombrero de paso, se lamentó de esta aventurera decisión. Bien se lo dijo su madre, la ciudad puede ser muy cruel para los nuevos.

La ciudad apesta.

-¿Disculpe, le ayudo? –le dijo un chico mientras sostenía su maleta.

-Ah... ¡sí! Gracias, gracias, dattebayo. –la soltó confiado mientras la veía acomodarla dentro de un auto. –No sabe... he estado confundido, nadie puede darme el paradero de esta dirección. –ya la sacaba de su bolsillo cuando vio que tomó lugar en el auto y arrancó. -¡Hey! –corrió preso del terror al ver que se trataba de un robo bastante improvisado y efectivo. -¡No! Mis cosas... mis cosas... ah... -cayó de rodillas luego de una cuadra de carrera.

Las personas no parecían entender su aflicción o poco les importaba.

La ciudad apesta.

Pasaron dos horas en las que estuvo subiendo y bajando de autobuses porque las personas no conocían el lugar que estaba apuntado.

-¿Cómo es que no sabe? ¿Qué no conduce un autobús por la ciudad, dattebayo? –perdió los estribos, el autobús frenó y lo bajaron con amenazas. -¡Groseros! –gritó quitándose el sombrero, el cielo ya estaba enrojeciendo y apenas había salido de la central de camiones foráneos. Ahora estaba doblemente perdido. Por lo menos antes sabía que estaba en la central aquella, ahora ¿dónde diablos estaba?

-¿Disculpe? –le llamó una mujer un poco mayor que él. -¿Se encuentra bien?

-Ah... sí, creo. –observaba las avenidas grandes, ni siquiera había casas por ahí, solo grandes fábricas. –Es que no sé dónde estoy.

-Oh, tranquilo, estamos en una de las avenidas más transitadas por muchas rutas ¿a dónde gusta ir?

-Ah, es que... -sacó su hoja desgastada con la perfecta caligrafía de su padre. –Es aquí, aquí me van a recibir... pero nadie logra decirme cómo llegar, dattebayo. –La siente cerca, se deleita de su aroma, se avergüenza por su propia facha. Ella le mira y le sonríe amable mientras lee la dirección.

-Ya veo el problema... cariño, sólo tienes apuntada la calle... no el fraccionamiento o colonia... ¿cómo van a saber de dónde?

-¿De dónde? Pues es que... ¿fraccionamiento? –estaba entrando en pánico. –Maldición... es cierto... la ciudad es enorme. –quiso morir ahí mismo, estaba anocheciendo, sólo tenía dinero para el transporte y algunos días sin trabajo. -¡¿Qué voy a hacer?!

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