•Capítulo 31: "Familia"•

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Capítulo 3/3

Soledad pestañeó, quitándose con los puños los restos de su larga siesta reparadora, para escuchar la voz del piloto anunciando el aterrizaje hacia el aeropuerto de Ezeiza. Abrochó su cinturón, notando que su acompañante aún respiraba pausadamente.
— Elizabeth— susurró sacudiendo el delicado cuerpo de la chica con suavidad.
El avión hacía presión en ella, obligándola a estar contra su butaca haciendo que fuera difícil moverse.
— Vamos, estamos aterrizando— habló un poco más fuerte, consiguiendo que Elizabeth abriera uno de sus ojos para luego comenzar a desperezarse, sintiendo como el odioso cinturón de seguridad la detenía.
La pequeña muchacha rubia sonrió, estaba ansiosa por llegar a casa, abrazar a su madre y contarle lo maravilloso que era vivir en Londres, rodeada de gente que estaba sinceramente bien con su presencia, que la impulsaba a seguir sus deseos y jamás la juzgaba.

— He decidido— comentó Soledad, jugueteando nerviosa con el dije que colgaba de su cuello.
El aeropuerto estaba colmado de gente que, como era de esperar, corrían con equipajes de un lado a otro. Ambas muchachas esperaban, impacientes, la llegada de sus familias. Los bares que allí había eran una gran opción para evitar los choques y golpes de la multitud.
Elizabeth suspiró para luego darles una mordida a sus papas fritas. El jet Lag hacía destrozos con su mente y su cuerpo.
— Disculpa, ¿qué has decidido sobre qué tema?
La rubia gruñó en voz baja, el sueño comenzaba a ponerla de mal humor.   
— Me quedaré en Londres cuando nuestro año caduque. Estudiaré allí, tú bien sabes que en Inglaterra están las mejores universidades y creéme cuando te digo que haré lo posible por conseguir buen estudio.
Liz tosió un poco, estaba feliz y nadie sentiría tanto orgullo cuando se trataba de ella, pero escuchar la convicción de su compañera la dejaba con dudas, preguntas egoístas acerca de cómo haría para estar tan lejos de ella y conseguir así el mismo resultado y la misma fuerza de amistad.
— Sí eso es lo que quieres entonces ve por ello. Nadie tiene el derecho a cuestionar tus decisiones, excepto tú misma. Estaré para ti aunque nos separen miles de kilómetros y un eterno océano.
La mujer de ojos cafés sonrió hacia su amiga, no era buena con las palabras y menos aún cuando se trataba de corresponder a ese tipo de cosas, pero estaba agradecida con Elizabeth y ella lo sabía, sus ojos lo decían todo.

Tras horas de espera, el teléfono de Elizabeth sonó fuerte, con un mensaje entrante de su madre, quien la saludaba desde el otro lado del grueso vidrio que separaba el bar del resto del lugar. Sin pensarlo ambas dejaron la paga sobre la mesita y tras agarrar sus valijas echaron a correr hacia donde cuatro adultos y tres jóvenes los esperaban con grandes y familiares sonrisas.
— ¡Bienvenidas!— chilló Gina abrazando con fuerza a su única hija mujer, haciéndola sentir segura y completamente en casa.
— ¿Han tenido un cómodo vuelo?— inquirió Diego, tomando su turno para envolver a su “pequeña nena” entre sus brazos.
— Ha sido… no lo sé me he quedado dormida todo el viaje— la rubia rió, recibiendo también un pequeño y ligero abrazo de su hermano menor.
Elizabeth se vio envuelta en un abrazo grupal, dejándola en medio de su amada y poco normal familia.
— Te extrañamos como no tienes idea— comenzó a decir Maricel, acariciando la melena castaña de su hija mayor.
— Yo también los extrañé— respondió la muchacha de ojos tormenta, sonriéndoles.
Con los saludos de despedida correspondientes ambas muchachas se marcharon con sus padres. Soledad pasaría su navidad con Gina en la inmensa casa que poseían sus tíos, mientras que Elizabeth lo haría en casa de sus abuelos de un pueblito cercano.
  
El lugar donde Soledad Malett vivía, ahora se sentía un poco extraño. Los muebles habían cambiado de lugar, y la incómoda mesada que abarcaba gran parte de la cocina había sido sustituida por una barra desayunadora, pero aún así se podía respirar el inconfundible olor a repostaría que era tan característico, haciendo que la embargara una intensa sensación de comodidad y resguardo.
Su habitación, después de largos meses se encontraba en el mismo estado en que estaba cuando se había ido y in pensarlo saltó sobre ella.
— No creas que te salvas de contarme sobre ese lindo chico con el que estás— Gina entró al cuarto, sentándose en el borde de la cama, mientras la rubia se hallaba acostada contra el respaldo.
— ¿Qué quieres sabes sobre él?— rió como niña, notando sus mejillas calentarse. 
— ¿Cómo sucedió? Recuerdo que tú te fuiste de aquí con la firme idea de no querer una relación real. ¿Qué tiene él para lograr entrar en tú corazón como nadie más lo hizo?
Ser una madre divorciada y tener dos hijos adolescentes no resultaba sencillo para Gina. A veces no podía llegar a entender que sucedía con ellos, que miedos e inseguridades tenían o que podía llegar a pasar por sus mentes, por eso a sus cuarenta y nueve años de edad ponía esfuerzo en ser una buena madre, en relacionarse con ellos como madre y amiga, siendo capaz de que confiaran en que estaba allí con ellos.
— Desde el primer día sentí la conexión entre él y yo, puede resultarte estúpido o ridículo, pero ese primer día cuando me tomó la mano y me arrastró por toda la inmensa casa una chispa me atravesó el cuerpo, me hizo sentir bien. Logró hacerme sentir completa, y cuando las cosas se estaban cayendo Niall estaba allí para sostenerme, para ser mi puerto seguro. El día que me pidió ser oficiales estábamos en París, era uno de nuestros últimos días allí, le pidió a Elizabeth que me diera una nota suya… nos encontramos en el bar del hotel y lo hizo. Ha sido sincero conmigo, y me cuida más que nadie, pero creo que lo que más amo de él es su sentido del humor y esa facilidad innata que posee para que cualquier sentimiento negativo se me olvide con solo reír.
— ¿Lo amas?
Soledad sonrió con amplitud.
— Como a nadie en este mundo, mamá.

Elizabeth Bayés entró en el departamento que había sido su casa por los últimos dieciocho años, percibiendo el aire hogareño que desprendían las paredes verde musgo. Por fin estaba en casa.
La cena se vio plagada de un pin-pon de preguntas acerca de su viaje.
— ¿Cómo es Harry?— preguntó Maia, cortando cualquier interrogación que hicieran.
La castaña rió, los cuatro pares de ojos la miraban expectante. Analizó la pregunta detenidamente, buscando las palabras justas para poder responder correctamente.
— Es un niño pequeño metido en el cuerpo de un tipo de veinte años. Al principio rogaba porque no nos cruzáramos por la casa, y créanme cuando digo que eso es difícil porque somos muchos y la casa, aunque es grande, no tiene capacidad para perdernos. Era molesto, y siempre que podía encontraba un motivo para discutir, pero eso no quitaba que cuando tenía buenos días no fuera increíble como persona y más que todo como amigo.  Él tiene la capacidad de sacarme de eje con sus tonterías, pero al mismo tiempo cuando dice algo bonito es capaz de hacer que tus piernas sean gelatina. Cuando estamos en paz no hay nada en el mundo que se le compare, porque al sonreír hace que todo parezca correcto.
La familia de Elizabeth había pasado por mucho, y eran sin dudar personas valientes y llenas de una fe inamovible, eran un equipo para todo, puesto que luego de que Sebastián sufriera de cáncer notaron que necesitaban estar unidos. Maricel y su esposo, sin notarlo, eran el pilar y base de sus tres hijas que los admiraban y amaban incondicionalmente.
— ¿Eres feliz?— preguntó la mujer de cabello caoba y flequillo recto.
— Como no lo he sido en mucho, mucho tiempo.

Enamorándome en LondresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora