«Los libros pueden unir más que corazones».
Emma Harvey ha vivido rodeada de libros desde muy pequeña, de allí su gran afición y amor por la lectura. Es una adolescente sencilla que, como cualquier otra persona en este mundo, está trabajando por enc...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Apenas abrí el paquete de harina en un movimiento rápido, torpe e inocente, el contenido salió volando por todos lados, ocasionando un completo polvero al interior de la cocina. Solté un chillido de fastidio y me pasé las manos por el rostro, pero luego comencé a reír al darme cuenta del desastre que era. Tenía la cara llena de harina y parte de mi delantal también.
Santo cielo, ¡arriba el fracaso!
Mamá tarareaba una canción junto a mí. Nos encontrábamos preparando galletas, hacía tiempo que no pasábamos un rato entre nosotras. Alice Harvey siempre lograba hacer de cada momento algo inolvidable y hermoso.
—Cariño, abriste la bolsa de harina al revés —explicó ella, rodando los ojos.
—Lo siento... —me disculpé, deslizando el paquete a lo largo del mesón para acercárselo— ¡Pero hey! Al menos está abierto. Ten, de nada —ella carcajeó al oírme—. ¿Falta mucho?
Habíamos terminado nuestra segunda tanda de galletas y ya se encontraban horneándose. ¿Ya mencioné que soy una persona bastante impaciente? Sí, no mentiría, me paraba frente al horno y entrecerraba los ojos para ver el proceso cada dos minutos.
—Emma, las metimos hace poco, le faltan aún —comentó, divertida—. Ven, ayúdame a amasar esto.
Me acerqué a ella y arremangué mis mangas antes de comenzar para así evitar ensuciarme más de lo que ya estaba. Cuando terminamos con eso, nos pusimos a estirar juntas la masa de galletas, dándole formas con distintos cortadores que había comprado la semana pasada en un pequeño almacén chino. Mamá a veces podía comprar cosas sólo por impulso, aunque siempre se justificaba con un «algún día lo necesitaremos, créeme».
Observé a la mujer junto a mí durante unos segundos y sonreí, mi madre era sin duda alguna la persona más importante en mi vida. Me dediqué a analizar su perfil meticulosamente mientras ella dividía la masa en pequeños pedazos. Su nariz lucía tan delicada, sus ojos verdes tenían aquel particular brillo que transmitían confianza a cualquiera y su castaño cabello estaba recogido en un moño desordenado. Unas diminutas arrugas ya comenzaban a hacerse presentes en su rostro... sabía que en algún momento envejecería, pero no me imaginaba una vida sin ella. La amaba tanto que me negaba a la idea de aceptar en voz alta que en algún momento ya no estaría para mí.
Mamá lo era mi todo.
La pregunta de «¿qué pasará conmigo cuando ella ya no esté?» me atormentaba en muchas ocasiones. A veces no creía ser lo suficientemente fuerte, no me sentía capaz de poder soportarlo.
De repente, comencé a sentirme mal por no haberle contado aún acerca de los sobres. Siempre nos contábamos todo, no existían secretos entre nosotras y nos teníamos una gran confianza la una con la otra. Pero me rehusaba a hacerlo, al menos hasta tener información precisa acerca de lo que mi padre —si es que podía llamarlo así— quería. Desde aquella noche no volví a recibir nada más de su parte, y aquello, de alguna u otra manera, me tranquilizaba.