La propuesta

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— ¿Cristina? —Dijo la voz de Adam —Soy yo, no hay de qué asustarse ¿Qué te pasa?—preguntó apartando con suavidad ambas manos de mi cara. —Crist... ¿Estás llorando? —cuestionó. Se sentó en la camilla, tomó mi barbilla, la alzó y me examinó. Pestañeé varias veces para que no salieran más lágrimas. Luego, sin previo aviso, me abrazó.

Hundí mi cara en su pecho. Y lloré. Lloré desenfrenadamente. Él me daba palmaditas en la cabeza ó en la espalda. Seguramente me tenía lástima.

— ¿Y el cuerpo? —pregunté, despegándome de él, aún sin querer mirarlo a los ojos.

Estaba sufriendo. No sabía qué hacer. Me negaba a aceptar que el ser que más amaba se había ido para siempre. Simplemente no soportaba tal tragedia. Quería a mi padre vivo.

—Crist, él ya no está. —suspiró.

— ¿Y cómo voy a saberlo, Adam? Sin cuerpo, hay una posibilidad de que siga con vida...

—No, Crist. Ven a verlo por ti misma. —contestó. Me quedé muda. Lo miré. Me devolvió la mirada.

Me ayudó a sentarme en una silla de ruedas. El dolor de la pierna se hizo más que presente, desgarrándome, haciéndome expulsar algunas lágrimas. Salimos de la habitación, y cruzamos el pasillo, esquivando a médicos y enfermeras. Llegamos frente a un elevador, esperamos a que las puertas se abrieran y entramos. Las puertas se cerraron a nuestra espalda. Cayó sobre nosotros, como una telaraña, el silencio entre los dos. Mientras tanto, en mi mente, tenía ruidosos pensamientos, atravesando de un lado para otro, amenazando con apretar mortalmente el nudo de mi garganta.

El ascensor se detuvo en cierto punto. Un médico vestido con una bata blanca entró al tiempo que ambos salíamos. Adam empujó la silla de ruedas. Luego dimos la vuelta, siguiendo la línea del pasillo. Cada vez hacía más y más frío, aunque no sabía si era real o era producto de mi imaginación. No me molesté en preguntarlo. Dimos una última vuelta. El estómago se me revolvió. Ante mí, se encontraba una sala repleta de amplios cajones en las paredes, en su mayoría cerrados; había camillas de exploración, y una médica forense analizando un cadáver, cuya piel se había tornado en su mayor parte morada. Supe de inmediato qué era ese lugar. La morgue del hospital. Un escalofrío me recorrió la piel.

Nos dirigimos hacia la médica. Hundí las uñas en el descansabrazos de la silla de ruedas.

—Venimos a reconocer un cadáver. —dijo él. Cinco palabras. Cinco palabras que me dieron terror, angustia. La médica nos miró, y sus ojos dieron un atisbo de reconocimiento. —Alberto Rivera Zárate —dijo —. Es su hija —posó una mano sobre mi hombro. La mujer formó una "o" con sus labios.

—Vengan, por aquí. —nos guió, entre la luz azulada del lugar, hasta uno de los cajones que estaban en la pared. Lo abrió, deslizándolo hacia ella. Escupió una nube de humo helado. Tenía frío, tenía mucho frío. — ¿Este es tu padre?

Adam empujó la silla. Mis uñas hundidas. El temor de lo irremediable clavado en el pecho como una espada. La respiración agitada. Adam empujaba la silla. Me arrastraba al infierno. Mis manos temblaban ¡Y Adam seguía empujando la puta silla!

Llegamos junto al cajón. Le eché un vistazo titubeante. Sus ojos tan negros como los míos miraban muertos, distantes, hacia algún punto en el techo. El lunar en su mejilla aún estaba ahí. La piel y los órganos congelados, retrasando el inevitable proceso de putrefacción del cadáver.

Era él.

Era Alberto.

Era mi papá.

Estaba muerto.

Sombras Traicioneras | COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora