2005
"No quiero saber nada más de ti..."
Había leído tantas, pero tantas veces esa línea que había escrito hacía días que aún no podía creerme que lo hubiese hecho. Estaba soltera a pesar de todo lo que ocurría en su vida. En la mía. Él se había caído en ocasiones, me había hablado a mi móvil y yo no podía responderle por estar estúpidamente dormida. No sabía si había sido todo egoísta o había pensado claramente por una vez en mi vida: él no me necesitaba a mí. Él no necesitaba a una persona con un océano de por medio sino a alguien que estuviese a su lado, que le abrazase, que le cuidase, que le consintiese y aunque eso me provocase un dolor que casi me ahogaba no íbamos a durar juntos. Yo no era la persona que necesitaba alguien que necesitaba ayuda. Pero negándose, dejándole solo no podía evitar sentirme como una rata de alcantarilla.
Con el tiempo había crecido entre nosotros la sombra de alguien, de esa persona que siempre había sentido que estaba antes que yo. Holly se había interpuesto. Siempre tenía palabras cariñosas para ella y había descubierto lo que significaba que las redes sociales fuesen matando poco a poco lo que habías construido. Aunque quizá no era eso, sino mi cabeza leyendo señales inexistentes. Muchas señales inexistentes que llegaba a tergiversar de forma que las escupía como dardos lanzados al aire que terminarían cayendo en uno de mis ojos con más fuerza hasta cegarme por completo.
Cogí mi cuaderno negro y comencé a escribir en él. Me había hecho creer a mí misma que si ponía un punto y final en todo mi pasado, en todas las veces que me había confundido, que había llorado, que había sufrido, que no había entendido al mundo, entonces podría volver a sonreír. Podría volver a sentir. Podría volver a ser quién era. Yo no estaba hecha para cuidar a nadie, al menos, no por el momento. Suplicaba aún ser la figura que fuese cuidada.
Había ido tergiversando la historia de mi vida hasta transformarla en una novela romántica, porque era el amor lo que vendía. ¿Era eso o era mi verdadero anhelo? No quería admitirme que seguía pensando en ese alguien mágico que llegaría y cambiaría todo en mi vida.
Mis pensamientos siempre giraban en torno a la misma sensación. Un vacío intenso, una necesidad de algo, de alguien exclusivo para mí, alguien que pudiese ver en mi ser algo parecido a la perfección, esa que intentaba realizar en cada acción sin lograrlo, convirtiéndome en un chiste fácilmente visible en un mundo de perfecciones. ¿No era yo la primera que me ponía en esa posición endiosando a todos los que tenía a mi alrededor a pesar de ver sus defectos sin ningún problema?
Mi visión era distorsionada. Podía razonar durante medio segundo, pero después dejaba de hacerlo. No veía claridad en mis emociones y mucho menos desde que, de nuevo, había dejado los estudios. No me permitía salir de casa. No podía mirarme a la cara sin ver el rostro de una perdedora consagrada. No era más que eso, una inútil sin ningún talento que intentase lo que intentase siempre terminaba fracasando. De hecho, en ese mismo año había tenido un problema con una profesora. Había intentado quitarme en lo posible asignaturas para de esa forma evitar que dejase nuevamente el curso. Ella terminó demostrándome de una forma muy inadecuada que no estaba de acuerdo con que dejase su clase, que no era para tanto, que podía hacerlo y me había hecho sentir una completa inútil. ¿Con sinceridad? Ese había sido el completo detonante de mi negativa a regresar allí. ¿Cómo había podido? ¿Cómo se había atrevido? Ser sincero, no tiene porqué llevar a la crueldad y por sentir su miserable orgullo herido, había terminado atacando a una persona que sabía que tenía problemas para continuar en las clases.
¿Mi respuesta? Callarme. Llorar y finalmente, irme. ¿Por qué no podía combatir las injusticias con la leona que se escondía en mi interior? ¿Por qué cualquier figura con un mínimo de autoridad me hacía sentir como si fuese esa niña de siete años que se puso a llorar en mitad de la clase por ser descubierta intentando arreglar aquel dibujo?
Después, no tenía ningún problema en ponerme a gritar en mi casa, mandar a mi madre y a mi padre al diablo. Me ponía pico a pico con mi hermano o hermana, los insultos escapaban de mi boca y el nivel de la discusión se elevaba hasta que veían que era más que imposible razonar conmigo. ¿Cómo iba a ser posible si acumulaba todo ese rencor de todas esas situaciones en las que me sentía una niña pequeña?
Me preguntaba si alguien también había sentido esa sensación en la que jamás dice todo cuando debe y tras decir lo que no debe a quien no se lo merecía el mundo había terminado de nuevo patas arriba, igual que si un huracán hubiese pasado una vez más destrozando todo, desordenado y rompiendo cada mueble.
El tormento era angustioso. La peor parte era saber que uno era el culpable, que no podía cambiarlo por mucho que lo intentase. La ira hacia mí misma se volvía agotadora. Terminaba pasando noches sin dormir, días enteros recuperando sueños perdidos. Ese deseo de seguridad envolviéndome para volver allí donde nadie pudiese verme, tocarme ni saber de mi existencia. Allí regresaba siempre, a las sábanas que me permitían descansar entre pesadillas aceptando de mala manera que mis análisis previos eran reales. Yo era la culpable de todos mis males. Yo era la única que se merecía mi propia ira, pero me sentía incapaz de seguir haciéndome daño de forma espontánea, cortándome o buscando algún modo de terminar con todo.
Entonces, mi apetito se abrió, como siempre que sufría de ansiedad y me fui a la cocina para comerme todo lo que mi estómago me permitiese para calmar ese hambre canina como si hubiese llevado sin comer días y días.
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Simplemente Kyra (Parte 1)
Non-FictionKyra ha conocido el dolor a una edad muy temprana. Con dieciséis años su mundo dio un giro radical cuando descubrió el lado oscuro de la salud mental. Ahora, a sus treinta intenta salir poco a poco demostrándose a sí misma que no hay nada que no pue...