Capítulo 68

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Estimada Srta. Mijáilova.

Le mando este paquete por alguna razón que aún desconozco. Imagino que la nota que acompañaba al vestido iba dirigida a mí, sin embargo, verle abrazada a otro hombre en el aeropuerto no me resultó agradable y me hizo dudar de sus intenciones, pues quizá no iba dirigida a mí esa carta y por ese mismo motivo, no creo que tenga el derecho a tener este vestido en mi poder.

Guárdelo o tírelo si lo desea.

Atentamente,

William Verdoux.

Un paquete había llegado esa misma mañana a mi casa. En su interior, el vestido rosa que había sido testigo de mi única noche de pasión había vuelto a aparecer en mi vida junto a un intenso dolor en el pecho. William había estado allí. Él había estado en el aeropuerto y me había visto abrazándome con Gustav lo que había provocado una confusión, pero... ¿por qué? ¿No habían quedado claros mis sentimientos cuando me había entregado a él? ¿No recordaba que él había sido el primero y esperaba que hubiese sido el único? ¿No era obvio que quería estar con él, que quería que me pidiese que me quedase en Nueva York con él para vivir a su lado?

Me enfurecí. ¿Pensaba que era algo así como una mentirosa que se iba con unos y con otros? ¡Ese no era mi estilo! Me ofendía, claro que lo hacía, pero no podía negarme a mí misma que yo hubiese pensado lo mismo de verle en esa posición con otra mujer. ¿Él también tenía celos? ¿Temía ser engañado? Fuese como fuese su frialdad me destrozaba en aquella carta. Se quería deshacer del vestido por si no era para él, me insultaba y luego escondía la mano en sus propias sombras para intentar que toda la culpa quedase en mí. Pero... ¿y si era nuevamente mi forma difusa de ver todo?

Vivir con mi cabeza era simplemente horrible. Había tantas posibilidades, tantos sin sabores, tantos miedos, tantas maneras de echarme la culpa, de sentirme peor de lo que ya me sentía... A veces, me sorprendía a mí misma descubriendo una nueva forma de tortura especial ideada por mi subconsciente.

Mordí mi labio inferior indecisa. Quería hablar con él, aunque fuese para decirle que era un idiota redomado, sin embargo, las confrontaciones cara a cara nunca habían sido mi fuerte, no me esperaba la respuesta del contrario y salvo que entrase en aquel estado de furia incontrolable, se me hacía bastante difícil mantenerme fuerte ante cualquier comentario hiriente. Solían caerme como un jarro de agua fría y el dolor, junto a la incredulidad, me impedían volver a responder con algo más mordaz. Pese a todo, dentro de mi cabeza le estaba arrancando el corazón, aplastándolo con mi tacón y tirándolo al estercolero más asqueroso del mundo.

Pensé en la posibilidad de mandarle un mensaje. Era impersonal, pero si le mandaba un mensaje de audio y él me respondía con otro se me quebraría la voz en el siguiente.

Sin embargo, ahora no era momento de responderle, ahora era momento de atender a mis pacientes. Llegaba tarde a la pequeña consulta donde el doctor O'Donell me había hecho el favor de aceptarme dos años atrás.

Me puse los zapatos, recogí mis cosas y finalmente anduve tan deprisa como pude puesto que los tacones a menudo no ayudaban demasiado, y eso que me había dicho durante todos estos años que me llevaría unas zapatillas o unas manoletinas para andar para cambiarme los zapatos en el despacho. Era un caso. No se me olvidaba la cabeza porque la tenía bien pegada a los hombros y hoy mi mente había volado por completo a otra ciudad. No estaba concentrada algo que no debía permitirme. Yo no era la prioridad en este momento.

La pequeña consulta era tan acogedora como le permitía la decoración que había puesto el doctor O'Donell. Sabía que no había aceptado ningún tipo de consejo de su mujer para su trabajo y por ese preciso motivo era más que evidente que quedaba tan impersonal, tan minimalista y masculina en todas partes. Todos solemos tener una imagen mental de una consulta médica y había querido emular precisamente eso hasta que llegué yo. No es que se me diese de maravilla decorar, pero cuando tenía cierta libertad terminaba poniendo mi toque personal en mi despacho, mi habitación, mi hogar. Recordaba que la última vez que había decorado mi habitación había sido mi madre la que había escogido prácticamente todo y como lo había comprado sin pedirme opinión había tenido que tragar con lo que fuese, me gustase o no, hasta que finalmente pude decirle en voz alta y no tan solo con el pensamiento, que era mi habitación y que era yo quien quería opinar en lo posible.

En la consulta, una minúscula sala de espera estaba en el recibidor con el escritorio de nuestra administrativa quien se encargaba de mantener todo lo más colocado posible además de realizar diferente papeleo que no era necesaria la mano de alguno de nosotros. No obstante, había que tener mucho cuidado puesto que la privacidad era esencial, así que gracias a un consejo de mi hermano, me había informado bien de la legislación en el país y le había propuesto al doctor algunas de las medidas que podrían beneficiarnos en ese aspecto evitando problemas mayores.

Miré a nuestra secretaria, Melissa, quien con una sonrisa me recibió y arrugué ligeramente la nariz por instinto. Me parecía sumamente adorable. Era igual que una muñequita que parecía necesitar protección, como un maravilloso pez fuera del agua, pero se manejaba muy bien.

— ¡Buenos días, Kyra! —dijo con voz cantarina antes que pudiese respirar.

— ¡Buenos días! —la respondí con el mismo tono alegre antes de sentir que alguien rodeaba mi cintura con unos pequeños brazos y se apretaba a mi vientre.

Bajé la mirada y me encontré allí a mi paciente más joven. El pequeño Robert me regalaba una sonrisa mellada mientras su madre le regañaba.

— Buenas, campeón. ¿Te has portado bien? —pregunté antes de regalarle un beso en aquella frente que solía tener llena de chichones.

El pequeño Robert había mejorado mucho en poco tiempo y aunque los niños no eran mi especialidad, sí sentía cierta debilidad por ayudarlos, así que había vuelto a hincar los codos para ayudar a ese granujilla, porque si había acudido a mí su madre, era por algo, ¿no? No podía mandarle a otro lugar a no ser que fuese un caso de fuerza mayor.

— Dentro de un ratito nos vemos, ¿me dejas que me vaya a dejar esto al despacho? —murmuré al niño que rápidamente asintió y regresó jugando con un coche que volaba en el aire hasta donde estaba su madre.

Una pequeña sonrisa apareció en mis labios y finalmente entré en mi despacho dispuesta a comenzar mi jornada laboral.

Simplemente Kyra (Parte 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora