¿Eran aquellos los días de darme una sorpresa? Primero Damian, ahora Gustav... Me había pasado la mayor parte de mi vida completamente sola y ahora parecía tener tantos contactos que recibía visitas sorpresa sin esperarlo. No obstante, me sorprendió comprobar que Gustav hubiese llegado a la puerta de mi casa. ¿Cómo lo sabía? Sin embargo, me obligué a mí misma a recordar que casi todo el pueblo estaba completamente empapelado con anuncios de mi consulta privada allí. Algunos pacientes míos llegaban a venir desde el mismo Londres para una sesión, quizá porque el pueblo les transmitiese confianza. Dudaba que fuese por mi experiencia o reputación. Puede que por la vergüenza al tener que ir a un psicólogo hubiesen decidido hacerlo fuera de la ciudad.
Dejé que Gustav pasase. Nos sentamos en el sofá y me acurruqué de forma que pude observar su rostro mientras ambos cenábamos.
— ¿Cómo es que has tenido este detalle? —pregunté sorprendida antes de darle un nuevo bocado a mi porción de pizza a la que le había quitado escrupulosamente todo aquello que no fuese la mozzarella y el tomate.
— Si te soy sincero, la idea de no verte si no hacíamos algo tú o yo para evitarlo, no me resultaba demasiado atractiva. Me caes bien, mucho y después de todo lo que me has contado no quiero dejarte tanto tiempo sola —contestó encogiéndose de hombros como si tal cosa.
En nuestro viaje hasta Londres había terminado contándole todo lo que me había pasado en Nueva York. Necesitaba expresar mi malestar, mi enfado personal conmigo misma. Ansiaba, en lo posible, descargar mi alma, porque jamás me había ayudado, ni mucho menos, callarme las cosas y dejar que poco a poco fuesen echando raíces hasta que mis sentimientos no fuese capaz de controlarlos.
La pizza estaba deliciosa. Era uno de esos pecados que no se deberían llevar a cabo, pero que eran tan tentadores que era más que imposible negárselo a uno mismo.
Gustav parecía encantado escuchándome, yo también le escuchaba a él, todo lo que tenía que decirme sobre su trabajo. Era realmente fascinante. Su pasión en cada palabra era asombrosa.
— ¿Sinceramente? No creo que tengas que pensar más en ese profesor... —dijo la última palabra casi con desprecio aunque imaginaba que no era por la profesión sino por lo sufrido yo por él. No obstante, mi forma de ver el mundo podía haber sido la responsable en muchas ocasiones.
— Realmente, no creo que sea eso lo que me tiene tan... mal. Es cierto, sentía y siento muchas cosas por él, pero siendo sincera, es más... ¿orgullo propio? No sé. Siempre me ocurre. Esa sensación de que nadie podría fijarse en mí porque no soy lo suficientemente buena para nadie ni para hacer nada en concreto. Sí, sé que no es un pensamiento ajustado a la realidad, sé que se debe a mi autoestima que vive en el subsótano, pero aún así, es bastante complicado luchar contra todo esto. No por ser psicóloga una puede evitar determinadas cosas. No es tan sencillo... Es igual que pensar que un médico nunca se pondrá enfermo —le miré a los ojos y luego sonreí ligeramente antes de apoyar mi cabeza en su hombro.
Nuestros ojos se encontraron por un instante y sus dedos rozaron mi mejilla con suavidad.
— Cualquiera sería infinitamente afortunado de ser tu pareja, Kyra. El único problema es que él no supo valorarte en realidad —dejó un beso en mi frente para después darse a su trozo de pizza.
Hice lo mismo antes de sacar otro tema de conversación.
— ¿Estás trabajando en el museo de Londres? Ese tan famoso con todas esas momias... —reí ligeramente al igual que él—. Lo sé, lo sé, soy penosa para los nombres de estas cosas. Ni tan siquiera me sé las calles de este pueblo. No me sabía nada más que la calle donde yo vivía en todo Moscú. Y aún así la orientación no se me daba mal. Qué cosas, ¿eh?
Él volvió a reírse antes de dar un trago a su refresco para conseguir que la bola de pizza que se le había quedado en la garganta pasase y terminase finalmente en su estómago antes de ahogarse.
— El museo británico de historia... supongo que te referirás a ese.
— ¡Ese mismo! —comenté contenta porque me había entendido a pesar de todo.
— No puedo contarte en lo que estoy trabajando. Mis trabajos a menudo están en alto secreto, por eso de no revelar descubrimientos que no son realmente lo que pensamos. Imagina, por ejemplo, que hacemos una datación por carbono catorce diciendo que algo es del año doscientos después de Cristo, pero en realidad es de hace doscientos años tan solo. Tan solo habría unos mil y pico años de diferencia de nada, lo que podría ponernos en verdadero ridículo —me explicó con un gesto divertido aunque creía que algo así sería posible que se diese ahora por todas las nuevas tecnologías que había.
— Entonces... ¿no puedes decirme nada? ¿Ni un poquito? —hice pucheros esperando de esa forma lograr que él se ablandase y me contase alguna cosa.
— No me hagas pucheros porque no te van a servir de nada —volvió a reírse antes de pellizcarme la mejilla.
Entrecerré mis ojos tomando como un reto personal la posibilidad de que él me dijese algo. Quería que así fuese, pero también entendía que era peligroso para él comentarlo por si yo llegaba a filtrar lo que fuere de su investigación ultra secreta. Mordí mi labio inferior y a pesar de mi curiosidad nata, acepté que debía quedarme con las ganas. Él adoraba su trabajo y una situación similar podría provocar que no siguiese ejerciéndolo, como todos aquellos a los que se les señala por dopaje en los deportes y, aunque pueden volver a intentar resarcirse, nadie les pasa ni media ni consiguen los mismos resultados sin que alguna persona en el mundo comentase que habría vuelto a recaer en ese dopaje que las pruebas podrían llegar a asegurar en múltiples ocasiones que no existía. Las etiquetas muchas veces van por delante de las pruebas.
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Simplemente Kyra (Parte 1)
No FicciónKyra ha conocido el dolor a una edad muy temprana. Con dieciséis años su mundo dio un giro radical cuando descubrió el lado oscuro de la salud mental. Ahora, a sus treinta intenta salir poco a poco demostrándose a sí misma que no hay nada que no pue...