Tenía un perro. Jamás en mi vida había tenido ninguno. Las veces que había podido querer algún tipo de mascota o bien, los perros de la familia de mi padre, perros de caza, me habían quitado las ganas o los gatos que vivían en casa de mi abuela. Nunca había pedido un perro desde los diez años y ahora que ni tan siquiera me planteaba la posibilidad de cuidar de alguien más que de mí misma, él, precisamente él, me había mandado un cachorrito que era realmente adorable, pero que seguramente estaría mejor con alguna otra mujer, hombre o familia, que supiese cómo cuidarle.
Sus ojos azules me miraron fijamente y lanzó un sonidito completamente lastimero que me hizo temer porque estuviese sufriendo de alguna forma.
— ¿Un perro? —preguntó de repente Gustav.
— Quizá lo que más debería sorprenderte es que sepa dónde estoy ahora mismo —le miré alzando una de mis cejas antes de acurrucar al cachorrito contra mi pecho—. No sé cómo se supone que hay que cuidar a un perro. No tengo ni la menor idea —dije más para mí misma.
Gustav me miró unos instantes mientras se lavaba escrupulosamente las manos en la cocina y después regresaba a su plato comiendo con tranquilidad.
— ¿Se va a quedar?
— No lo sé. Es adorable, pero... ¡no he tenido ni un solo pez en mi vida! ¿Cómo voy a cuidar de un perro? Lo más parecido que tuve en mi adolescencia y lo cuidé fatal fue una especie de proyecto biológico en que planté césped y no hacía nada más que secarse, por lo que con mucho enfado, cansada de no saber qué pautas seguir, lo tiré a la basura estando tan seco que casi parecía paja. ¿Cómo crees que le tratarían si le llevo a alguna perrera? —suspiré percatándome de lo suave que era, de la forma tan dulce en la que se movía. Era como un peluche de los míos, pero con vida propia.
El perrito comenzó a revolverse en mi regazo y terminé dejándole corretear con cuidado por la casa aunque podía ver la forma en que Gustav lo miraba. Era igual que ver desaparecer rápidamente su serenidad.
— ¿Te dan miedo los perros? —pregunté al ver que no le quitaba ojo.
— No, mi relación con los animales en general es más complicada —murmuró antes de volver a mirarme—. Animal es igual a suciedad y...
— Te saca de tu zona de confort —terminé su frase antes de regalarle una pequeña sonrisa—. Entonces ayúdame a ver qué puedo hacer con él.
— ¿Dárselo a alguien?
Su propuesta me hizo pensar, pero tras un rato de reflexión terminé negando ante su atenta mirada de incomprensión.
— Nada me asegura que no le terminen abandonando con el paso del tiempo —expliqué soltando un suspiro puesto que la idea de ver a aquel pobre perro indefenso, no me gustaba ni un pelo.
— ¿Una perrera? Allí estará cuidado...
Le miré alzando una de mis cejas y resoplé puesto que no había podido evitar imaginarme uno de aquellos hogares horribles de las películas de dibujos animados de los que huían los pobres animales por temor a sufrir más que otra cosa. No sabía cómo era una perrera en realidad, jamás había estado en una y seguro que tenían mucha mejor pinta, pero eso de tenerles en jaulas... Me recordaba a mi propia experiencia en el hospital. Encerrada en la habitación con curiosos que te miran de vez en cuando por una ventanita. Chasqueé la lengua negándome ante esa posibilidad.
— ¿Y si lo das a alguien que lo adopte y sepa cuidarlo bien?
Entonces, en ese instante, el perrito llegó a mi posición y comenzó a olisquearme uno de los pies antes de darle una pequeña lamida. Reí con diversión porque eso me daba algo de asquito, pero no dejaba de ser un gesto entrañable.
— Osea que te le vas a quedar, es definitivo. Bola de pulgas, la conquistas más fácilmente que yo —dijo Gustav antes de recoger su plato.
Le saqué la lengua a mi amigo y cogí al pequeño entre mis brazos. ¿Podría hacerme cargo de alguien así? No era exactamente igual que un bebé, pero era una criatura indefensa aunque estuviese creada para sobrevivir más fácilmente que un bebé humano en mitad del bosque. Miré los ojos azules del cachorrito y acaricié su pelaje antes de dejarle que se acurrucase en mi regazo buscando mi calor.
— Conquistarme a mí no es tan difícil —reí un poco acariciando el pelaje del perrito.
Gustav finalmente caminó hasta mí y apoyando sus brazos en el respaldo de la silla me miró por encima de mi hombro.
— ¿Y cómo vas a llamar al monstruito? —preguntó finalmente aceptando con resignación que no le quedaría más remedio que acomodarse a tener un animal en casa.
— ¿Qué te parece: Rochester? Vino con un fragmento de ese personaje en la nota y creo que le queda de maravilla —musité al ver como el cachorro evitaba nuestras miradas como si nuestra presencia, aunque no nuestra cercanía, no le permitiese dormir.
— Tiene toda la pinta que será un gran gruñón, así que me parece perfecto —rió Gustav antes de dejar un beso en mi cabello.
Finalmente, miré al perrito que parecía haber encontrado la postura idónea para dormir cerca del calor de mi cuerpo. Por un momento pensé en esa madre a la que le habrían quitado su criatura y esperaba que el dolor animal fuese menos intenso, pero a saber quién sería la madre de aquel pequeño. Era una raza concreta, sí, pero ¿dónde podía haberlo comprado o conseguido el profesor? Ni tan siquiera quería pensar en la posibilidad de algún tipo de tráfico ilegal de cachorros con pedigrí o esas cosas de las que no tenía ni la más mínima idea.
En definitiva había dos cosas nuevas que no iban a cambiar: uno, ahora era casi de manera oficial, la dueña de Rochester; dos, tenía una nueva tarea que añadir a la lista. Debía aprender hasta lo indecible sobre todos los cuidados de un animal. Más de treinta años de ignorancia debían llegar a su fin.
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Simplemente Kyra (Parte 1)
Non-FictionKyra ha conocido el dolor a una edad muy temprana. Con dieciséis años su mundo dio un giro radical cuando descubrió el lado oscuro de la salud mental. Ahora, a sus treinta intenta salir poco a poco demostrándose a sí misma que no hay nada que no pue...