Intenté recordar los cumpleaños de mi vida. Tengo pocos recuerdos de mis primeros años si había de ser sincera, pero hacía lo imposible por retener los que habían sido más favorables. Nunca había sabido porqué, pero los malos momentos siempre se habían incrustado en mi memoria con mayor facilidad. Quizá por tendencia habitual de mi propia naturaleza, quizá simplemente por la propia naturaleza humana, quizá como otro método para poder flagelarme y seguir destrozándome internamente de todas las formas que sabía.
Fuera como fuese si hubo buenos cumpleaños, no me acordaba absolutamente de ninguno. Intentaba pensar en alguna ocasión en que hubiese deseado con expectación que llegase el momento de la celebración. Generalmente habían ido a mi casa mis tías aunque durante los primeros años de mi vida también lo habían hecho algunos de mis tíos, algo que sabía por la costumbre que tenía mi padre de servirle una bebida alcohólica a ese tío en concreto antes de que terminase la celebración. Una imprudencia, sí, porque era él quien debía conducir después para llegar a su hogar, pero no dejaba de ser una tradición entre ellos o una intención patriarcal por agradar a su hermano quién era tan aficionado a la bebida como lo había sido mi padre. Había que reconocer que mi madre le había logrado meter en cintura a mi padre en ese hecho. Ella no había querido jamás tener un marido borracho. Fue simple y llanamente un ultimátum que agradeceré a mi madre toda la vida aunque ni tan siquiera pensasen en mi posible existencia. La idea de un padre borracho no se me hacía demasiado atractiva.
Desde el primer recuerdo que tenía soplando las velas me había sentido vergonzosa y ridícula. Había odiado que se me cantase la cancioncilla típica antes de soplarlas, había detestado el aplauso y ser el centro de atención, algo irónico, pues durante mis años de adolescencia no había buscado otra cosa, pero a otros niveles.
En el momento de abrir los regalos la ridiculez había alcanzado el grado más superlativo. En los regalos que más ilusión me hacían, no había ningún tipo de sorpresa puesto que había sido yo misma quien los había pedido antes del cumpleaños. En aquellos que no había pedido ni esperaba, la desilusión solía ser bastante notable por no decir lo mucho que me sentía expuesta, valorada y criticada por todos dependiendo de cuáles fuesen mis gustos, generalmente, musicales.
Después del momento que cambió mi vida por completo, los cumpleaños me resultaban miserables. Me pasaba el tiempo en el ordenador, no hacía caso a nadie, fuese mío o fuese de alguien de mi familia y solía comer lo que iba a buscar a la cocina donde me aislaba unos minutos porque estar tanto tiempo con ellos lograba producirme un colapso nervioso.
La rabia acumulada no ayudaba. Quería lanzar dardos envenenados con comentarios mordaces a cada segundo y el autocontrol no era una de mis actividades favoritas por lo que sentía que al no expulsar aquello que quería decir me estaba envenenando yo sola.
Sabía que a menudo mis respuestas no eran agradables. Nunca me había dado cuenta verdaderamente de ello. Había optado la mayor parte del tiempo por aislarme incluso de mis propios pensamientos y de mi propia moralidad. La rabia había tomado el control por completo como en una batalla en la que siempre estaba defendiéndome ante todos los presentes como si fuese la presa que querían cazar para desgarrarla internamente y ofrecer en sacrificio con sus tripas fuera.
Tras años de aislamiento autoimpuesto en los que no había recibido tampoco ni un intento de acercamiento debido a un deseo por "no molestar" o ese tipo de cosas que piensa la gente para tranquilizar su propia conciencia cuando no saben cómo acercarse a alguien que tiene un problema mental básicamente por el miedo a que termine descuartizándole en la mesa de la cocina, yo misma tuve que intentar un acercamiento que no me resultaba favorable a menudo. Pensaba que sería sencillo, pero me había sentido como una completa extraña en mi propia familia y aún era así. Los momentos en los que tenía que reunirme con ellos no me proporcionaban casi ningún placer previo, aunque alguno esporádico si las cosas marchaban de una manera agradable para todos.
Sabía que a menudo las formas en las que había intentado acercarme a mi familia no habían sido las más idóneas, pero durante mucho tiempo había estado igual de madura emocionalmente que una niña. Era imposible que las cosas no me hubiesen afectado de esa manera en un abrir y cerrar de ojos.
Si recordaba los últimos cumpleaños, todos los había celebrado sola. Habían perdido por completo su atractivo. Llevaba más de seis años sin recibir un solo regalo en esos momentos y ahora, no tenía demasiadas ganas de dejarme llegar por el espíritu de regalar nada cuando era mi propio cumpleaños y sería lo mismo que ir de tiendas sin ocultarle a nadie qué ibas a comprar. Hasta la fecha no había encontrado la forma de hacerme un regalo sin saber previamente lo que era por lo que perdía toda su emoción.
Sin embargo, sabía que si hubiese sido por Damian hubiese estado completamente cubierta de regalos esos días. Él me hubiese regalado todo lo que hubiese querido, pero la distancia entre ambos había hecho bastante complicado poder celebrar esos días tan importantes.
Ahora había recibido mi primer regalo en años. Un perrito con vida propia. Yo me hubiese conformado con un peluche, pero pensé en todo el tiempo que pasaba casi sola a pesar de que Gustav estuviese allí para regalarme alguna que otra sonrisa o permaneciese completamente enterrado entre sus libros y no me pareció tan mal tener un compañero con el que poder reírme o sufrir algunas penas. Siempre dicen que los animales ayudan a pasar las horas. Quizá por eso mismo era por lo que me había costado tanto aceptar que tenía que deshacerme de Rochester y le había terminado poniendo nombre.
Entonces, el sonido de unos nudillos golpeando contra la puerta de mi habitación me sobresaltó.
— ¿Tienes algo que hacer esta noche? —preguntó Gustav con una amplia sonrisa que me indicaba que algo estaba cociendo su cabeza.
— Tan solo ponerme mi mejor pijama e hincharme de helado —me encogí de hombros.
— Pues nada de eso, señorita. Arréglese porque nos vamos por ahí —me guiñó un ojo y después desapareció del cerco de la puerta haciendo que sonriese.
Desde luego éstas eran las partes buenas de tener un compañero de piso.
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Simplemente Kyra (Parte 1)
No FicciónKyra ha conocido el dolor a una edad muy temprana. Con dieciséis años su mundo dio un giro radical cuando descubrió el lado oscuro de la salud mental. Ahora, a sus treinta intenta salir poco a poco demostrándose a sí misma que no hay nada que no pue...