Llevaba un rato caminando con Rochester de mucho mejor humor tras realizar sus necesidades provocándome cierto revuelo en el estómago. Me percaté que en nuestro paseo habitual, había un nuevo negocio abierto. ¡Una pastelería!
— Rochester, me temo que vas a tener que esperar a mamá porque me voy a dar un pequeño homenaje —acaricié lentamente su pelaje poniéndome de cuclillas. No era algo que me agradase demasiado. No solía separarme de mi perro para nada, pero no dejaban que entrasen en los establecimientos. No podía saltarme las normas por mucho que no me gustasen.
Cuando entré en el local, vi un lugar maravilloso. Había una pequeña zona para comer lo que allí vendían, en esos instantes, por la inauguración, lo estaban usando para invitar a todos los clientes a una pequeña cata de más productos por un módico precio o simplemente, probar una de las porciones que habían partido de unos bollos específicos que daban de forma gratuita para que la gente se fuese con buen sabor de boca. Me pregunté por un instante si eso podía ser rentable o no, pero no era economista y no había puesto un negocio propio en toda mi vida. Aunque suponía que de alguna forma había que llamar a la clientela y empezar con la promoción del local.
Aquel sitio estaba lleno de colorines y de lo que seguramente sería al trastienda o las cocinas de la pastelería, salió una joven menuda, con una sonrisa amplia y amable dejando una nueva hornada de donuts glaseados que olían que alimentaban como todo lo que allí estaba hecho. El cabello recogido de la joven le despejaba la cara y supe que no tenía que ser mucho mayor que yo. Debíamos ser más o menos de la misma edad y no me sorprendería que fuese de la edad de mi hermana menor puesto que derrochaba vitalidad.
Desvié mi mirada de ella para centrarme en una de las vitrinas. Si Rochester se quedaba mucho tiempo solo podía coger frío o alguien podía llevársele y no podría soportar que me separasen de él a pesar de todos los sacrificios que tuviese que hacer.
Entonces, la joven y pizpireta dependienta se posicionó delante de mí, al otro lado de la vitrina de cristal que evitaba que los dulces fuesen contaminados o que la gente se los llevase sin pagar.
— ¡Buenas tardes! —saludó con voz cantarina antes de dedicarme una de sus mejores sonrisas—. ¡Bienvenida al Paraíso de los dulces! Si eres una adicta al chocolate te recomiendo las muffin bombas con un interior de chocolate derretido que te quitará el sentido. Si, en cambio, eres de los dulces más clásicos, el croissant con receta a la antigua usanza es una apuesta segura. Pero, aquí entre nosotras —dijo acercándose todo lo que nos permitía la vitrina—. Las verdaderas estrellas de aquí son esas —señaló unas galletas amarillas medio bañadas en chocolate—. Galletas de vainilla con chocolate. El resultado es más que adictivo.
Miré las galletas que me había mencionado y después asentí con una sonrisa igualmente. Su buen humor era muy contagioso.
— Ponme una pequeña bandeja, por favor.
— ¡Claro! —cogió una caja pequeña y empezó a meter las galletas correspondientes a la medida antes de mirarme de reojo—. ¿Sabes? Eres la primera venta. La gente lleva todo el día viniendo para gorronear. Menos mal que se acaba la promoción en unas horas. ¿No entienden que necesitamos comer también?
Su ceño se frunció imperceptiblemente echándoles una mirada a los comensales que parecían estar poniéndose las botas por un precio seguramente más reducido que el trabajo que les llevaría hacer todos esos dulces.
— Es inevitable ser algo gorrones. Está en la naturaleza humana alimentada por el consumismo. Las rebajas, las promociones y todo lo gratis provoca que nos salgan chiribitas de los ojos. ¿Mi consejo? ¿Ves esa escoba que tienes ahí? —comenté señalándole una que era más orgánica que las sintéticas que estaba acostumbrada a ver—. Dales con la escoba si se pasan de listos.
Sus ojos se quedaron fijos en los míos como si intentase dilucidar si lo que estaba diciendo iba en serio o por el contrario era una broma. Fuera como fuese, su rostro se terminó contrayendo y soltó una sonora carcajada en todo el lugar. Los comensales la miraron, pero a ella no le importó ni lo más mínimo.
— Esa ha sido muy buena —rió antes de comenzar a cerrar la caja de cartón con un bonito logotipo en plateado sobre un fondo rojo—. ¿Cómo te llamas?
Miré por instinto hacia atrás esperando que Rochester siguiese en su sitio.
— Soy Kyra, ¿y tú?
— Me llamo Chloe y soy la dueña de "El paraíso de los dulces". Espero verte a menudo, Kyra —sonrió antes de tener que atender a otro cliente.
Si sus galletas eran tan buenas como decían, lo haría, sin duda. Y como un gesto de compromiso, terminé dejando un poco más del dinero pedido dejando que se cayesen al otro lado de la vitrina para que nadie pudiese llevárselos en su lugar.
— Nos vemos pronto —dije en alto señalándole hacia el dinero antes de llevarme la caja de galletas bajo el brazo.
En cuanto salí de la tienda, Rochester estaba allí moviendo el rabito y saludándome contento aunque parecía demostrarme por su impaciencia que había tardado demasiado en volver.
— Ya estoy aquí, pequeño y ¿sabes? No parece que hoy vaya a ser un mal día —dije acariciando el lomo de Rochester quien me miraba con entusiasmo aunque lo suficientemente cansado como para querer irse a casa. Esperaba que no hubiese hecho ninguna trastada que necesitase demasiao tiempo o dinero para arreglarse, pero por suerte, no había nada que podía haber causado un perro y con la alegría desbordante que le caracterizaba y también con la contagiosa que me había regalado la chica comencé a hablar de ella, de Chloe y lo mucho que esperaba que supiese hacer algún tipo de dulce para los perros que no fuese perjudicial para su salud.
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Simplemente Kyra (Parte 1)
Non-FictionKyra ha conocido el dolor a una edad muy temprana. Con dieciséis años su mundo dio un giro radical cuando descubrió el lado oscuro de la salud mental. Ahora, a sus treinta intenta salir poco a poco demostrándose a sí misma que no hay nada que no pue...