Capítulo 34

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Estamos frente al zoo de Prospect Park. Hemos venido aquí y no a Central Park esperando que hubiese menos gente que pudiese reconocer a Steve, que ha salido de casa con una gorra negra y unas gafas de sol. La estrategia, pese a ser sencilla, resulta mucho más eficaz de lo que yo habría creído. Supongo que la gente solo ve lo que quiere ver porque, en los quince minutos que llevamos haciendo cola para sacar nuestras entradas, nadie parece haberse fijado en nosotros. Cuando ya tenemos las entradas debemos esperar otra cola, esta vez para entrar.
    - Steve, nosotros estuvimos aquí antes de la guerra ¿verdad? -pregunto mientras vagas imágenes de edificios de ladrillo rojo toman forma en mi mente.
    - Solo una vez -me confirma con una sonrisa melancólica-, cuando lo acababan de inaugurar, por eso no tuvimos que pagar las entradas. Si no nunca hubiésemos podido venir. ¿Te acuerdas?
    - Más o menos. De lo que estoy seguro es de que entonces no había tanta cola -me quejo.
    - Todo ha cambiado mucho desde entonces.
Poco tiempo después entramos en el recinto. La piscina del león marino es lo primero que nos recibe. Un cartel explica que el animal no está debido a tareas de limpieza y reparación de la instalación. El lugar está lleno de niños acompañados por sus padres o abuelos, además de varias parejas y grupos de amigos. No me gusta estar rodeado de tanta gente, sobretodo estando acostumbrado a estar solo con Steve en su apartamento, pero intento ignorarlo lo mejor que puedo y sigo a Steve cuando propone comenzar con el “Sendero del Descubrimiento”. Supongo que el nombre le ha hecho gracia.
Lo primero que vemos son los perros de la pradera, unos roedores parecidos a las marmotas que me gustan de inmediato. Estoy tan absorto mirándolos que no me doy cuenta de que Steve se ha alejado de mi lado hasta que vuelve.
    - Ten -dice entregándome un puñado de algo que, deduzco, es comida.
    - ¿No está prohibido alimentar a los animales?
    - Sólo si no es su propia comida. Adelante, no me digas que te asustan unos ratones grandes.
- Perros de la pradera -corrijo mientras me acerco a ellos.
Con cuidado pongo un poco de la comida que me ha dado Steve sobre la palma de mi mano derecha y me agacho junto a uno de los animales, que enseguida se acerca y comienza a comer. Veo como Steve se acuclilla a poco más de un metro de mí e imita mi gesto. Me quedo embobado mirándolo, Steve dando de comer a animales es realmente adorable. Creo que acaba de convertirse en una de mis vistas favoritas. Aparto la vista antes de que me descubra mirándolo y me levanto. Steve me acompaña y seguimos paseando hacia un estanque lleno de tortugas, patos y cisnes.
    - ¿Te está gustando?
Me limito a asentir rápidamente mientras seguimos nuestro camino.
    - ¿Eso son lobos? -pregunto asombrado ante el siguiente animal
    - Dingos -me corrige Steve-. Son bastante habituales en Australia.
    - ¿Vienes mucho al zoo? -es evidente que no es la primera vez que ve estos animales y, desde luego, no estaban aquí cuando vinimos de pequeños.
    - Algunas veces -afirma.
    - ¿Pasas el día dando de comer a los animales como un viejo solitario?
Steve ríe con suavidad ante mi comentario y ese simple gesto me hace feliz. Steve ha cambiado mucho desde la guerra, ya no sonríe tanto como antes. Me he dado cuenta de que en él queda poco del niño risueño y siempre optimista que conocí. A pesar de lo que diga Natasha, los momentos en los que lo he visto totalmente relajado pueden contarse con los dedos de una mano y en ninguno de ellos estaba despierto. Si ahora está más alegre, no quiero imaginarme cómo era antes. Me gustaría poder hacer que tuviese más motivos para enseñar su preciosa sonrisa y me prometo a mí mismo intentarlo con todas mis fuerzas.
Seguimos por el camino y vemos muchos más animales de los que podré recordar, emus, nutrias, erizos y, mis favoritos hasta ahora, los pandas rojos.
    - Lo siguiente es el aviario, en ese edificio de la derecha. Siempre te han gustado los pájaros, ¿no?
    - No me acuerdo -no quiero hacer sentir mal a Steve, pero su sonrisa se borra y me lo reprocho una y mil veces. ¿Por qué siempre tengo que joderlo todo?
    - Bueno, seguro que lo recuerdas cuando los veas -intenta evitar que muera la conversación-. Creo que mi favorito es el turaco. Ya lo sé, muy exótico -aclara ante mi cara de confusión.
En cuanto nos adentramos en el edificio los cantos de decenas de pájaros diferentes nos reciben, entremezclados. Mis ojos se detienen de inmediato en un pájaro de color verde con una llamativa cresta roja. Steve sigue mi mirada.
    - Ese es un turaco de cresta roja
    - Tenías razón -concedo-. Son muy bonitos.
    - Yo siempre tengo razón -bromea y me alegra que vuelva a tener un tono jovial.
Paseamos un buen rato entres los diferentes pájaros antes de decidir sentarnos a tomar un café en el Sea Lion Store & Café. Me siento en una silla vacía mientras Steve va a pedir. No puedo evitar sentir que para él no soy más que un estorbo, además, no hace más que gastar dinero en mí.
    - ¿Por donde te apetece que sigamos después? ¿La granja o el salón de animales? -dice Steve sentándose junto a mí y dejando un vaso de papel ante mí.
No se me da bien tomar decisiones, agradezco que Steve me pregunte, pero no quiero decir una cosa y que él prefiera hacer otra diferente. Él me mira, esperando mi respuesta.
    - ¿El salón de animales? -propongo dubitativo.
    - Perfecto, vayamos.
Cuando acabamos, sigo a Steve en silencio hasta el edificio que alberga el salón de animales. Creo recordar que la fachada del edificio es prácticamente igual que cuando vinimos de pequeños, pero no puedo estar seguro. Steve abre la puerta y la sostiene para que pueda pasar al interior. Entro y, nada más hacerlo, una ráfaga de aire frío, que tan sólo yo parezco notar, me golpea provocándome un escalofrío.
Estoy acostumbrado al frío, siempre tengo frío, mi mundo es frío, mi brazo de metal siempre está frío y nunca parezco poder entrar en calor, pero a veces esa sensación se vuelve dolorosamente insoportable. Me giro en la dirección en que viene el aire y descubro que el causante de la corriente es un aparato de aire acondicionado.
    - Aquí hay de todo -explica Steve que, cómo todos los demás aquí dentro, no nota la corriente de aire gélido-. Podemos empezar con los murciélagos.
Caminamos hacia la vitrina de los murciélagos y luego hasta la siguiente y la siguiente. Ranas, geckos y lagartos se suceden ante mis ojos mientras Steve explica algo sobre ellos que no alcanzo a comprender, me cuesta centrarme en su voz. Tengo mucho frío.
No sé cuando me he detenido en seco en medio de la sala, pero la mano de Steve sobre mi hombro me sobresalta.
    - ¿Estás bien? -pregunta buscando frenéticamente la causa de mi malestar.
    - ¿Podemos salir de aquí? -ruego-. Tengo mucho frío -susurrro dirigiendo de nuevo mi mirada al aparato de aire acondicionado.
Apenas termino de hablar, Steve me conduce fuera por la salida más cercana. Cuando hemos dejado el edificio a nuestras espaldas se vuelve hacia mí y me abraza con fuerza. Yo aprovecho para colocar mi cabeza en su pecho, cálido, y me dejo envolver por esa sensación que parece hacer remitir el frío que siento, casi había olvidado la sensación de calidez que solo puedo recuperar entre los brazos de Steve.
Cuando estoy algo mejor me recuerdo a mí mismo que he vuelto a estropearlo todo. Steve estaba tranquilo, disfrutando de la visita al salón, y por mi culpa ha tenido que salir sin poder acabar de ver todos los animales.
    - ¿Estás mejor? -pregunta mientras sus manos me frotan la espalda intentando darme más calor. Funciona.
Yo asiento aún con la cabeza apretada contra su pecho, aún no estoy listo para separarme aunque sé que debo hacerlo. Estamos en medio del zoo, alguien podría vernos y reconocer a Steve y, ¿qué pensarían de él entonces?
    - Lo siento -mi voz suena amortiguada contra su camiseta.
    - No tienes de que disculparte. Deberías habérmelo dicho antes -como de costumbre, pese a que debería estar enfadado conmigo, su voz es calmada.
    - Pero he interrumpido tu visita -insisto.
    - No te preocupes por eso -su voz sigue siendo suave.
Poco tiempo después me obligo a separarme de Steve a pesar de que lo único que realmente quiero es que nos quedemos así para siempre. Una pequeña parte de mí se ha alegrado de haber tenido un motivo para que Steve me abrazase. Cuando nos separamos, la constante sensación de frío a la que ya estoy acostumbrado me invade de nuevo, aunque no es comparable al mal rato que he pasado dentro del edificio.
    - ¿Quieres que nos vayamos? Podemos volver a casa si no te encuentras bien.
    - No, estoy bien. Quiero ver la granja -no quiero que Steve tenga que cambiar más sus planes por mi culpa, así que trato de actuar con normalidad.
    - ¿Seguro? -yo asiento- Bueno, vayamos entonces.
Caminamos lentamente hacia la granja, que está llena de niños correteando entre los animales. La mayoría, sin embargo, se arremolinan en torno a un animal que no alcanzo a ver.
    - Es el caballo en miniatura -aclara Steve-. Les encanta a todos. Nosotros podemos verlo luego.
Pasamos las alpacas a las que los niños dan de comer y acarician. Steve pasa su mano sobre el lomo de una de ellas de un bonito color canela y vuelvo a pensar en lo tierno que parece rodeado de animales. Un poco más adelante están las ovejas, que balan alegremente ante las atenciones de los niños. Llegamos hasta el caballo en miniatura, pero no podemos acercarnos demasiado. Los niños lo rodean constantemente, algunos incluso tratan sin éxito de montarlo.
Tranquilamente, salimos de la zona de la granja y volvemos a la entrada donde la piscina del león marino nos recibe de nuevo, iluminada por las farolas que ya están encendidas. Debe ser bastante tarde ya, porque el zoo está empezando a vaciarse.
    - Es una lástima que no esté -comenta Steve haciendo un mohín-. Tendremos que venir otro día para verlo.
    - Me encantará.
Lo pienso de verdad, después de la pésima mañana que he pasado, la tarde lo ha compensado con creces. Mientras abandonamos el zoo agradezco en silencio a Steve todo lo que hace por mí. Aunque no dejo de ser una carga constantemente, Steve nunca me ha reprochado nada, ni siquiera cuando ha tenido que salir del salón de animales por mi culpa. Ignorando el frío y el dolor sordo en el hombro izquierdo, donde el metal se junta con la carne, que siempre me acompañan, sigo a Steve hacia la boca de metro.
El andén está bastante vacío y solo tenemos que esperar tres minutos hasta que pasa nuestro metro. Subimos y nos sentamos cerca de la puerta. Sentados frente a nosotros hay dos chicos que enseguida llaman mi atención. No deben tener más de veinte años y uno tiene la mano apoyada en la rodilla del otro. Entonces, poco a poco, se inclina hacia él y acaban juntando sus labios.
Miro alrededor esperando que, en cualquier momento, alguien les diga algo, que alguien los separe y les dé una paliza. Pero parezco ser el único que se ha dado cuenta de ello. El resto de pasajeros siguen con sus cosas. ¿Nadie va a reaccionar ante lo que acaba de pasar? En los años treinta esos chicos tendrían, como mínimo, un ojo morado y un labio partido. No entiendo que está pasando o, mejor dicho, no entiendo que no está pasando.
Llegamos a nuestra parada y bajamos del metro, durante los escasos diez minutos que tardamos en llegar a casa trato de reunir el valor para preguntarle a Steve al respecto. Me da miedo que descubra que a mí, al igual que a esos chicos, tampoco me gustan las mujeres. Eso está prohibido, me recuerdo constantemente. No puedo permitir que Steve lo sepa porque entonces me apartaría de él, pero la curiosidad acaba ganando la partida.
    - Steve -comienzo vacilante cuando entramos en el salón del apartamento-, una pregunta…
    - Claro, dime.
    - Verás… yo… es que… -me detengo a tomar aire- Esos chicos, los del metro, los que se estaban besando…
    - ¿Sí? ¿Qué pasa con ellos? -confuso, me insta a continuar.
    - ¿Acaso eso no está… mal?

Hasta el finalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora