Las calles estaban llenas de gente vestidas con túnicas de colores planos y de burda manufactura. Todos iban y venían, algunos discutían el precio de los productos que estaban por comprar, otros luchaban por conseguir las frutas y verduras más frescas de los puestos de mercadería, algunos, no muchos, estaban sumidos en una profunda borrachera, tirados contra las paredes de los edificios, como pobres esperando limosna.
—No te alejes —le dijo Lerek a Arlet, que marchaba a su lado, encapuchada como él le había pedido—, esta ciudad tiene una población de medio millón de Comunes, si te pierdes puedes terminar siendo comida de escoria.
—¿Medio millón? No es tanta gente.
—¿No es tanta gente? ¡Oh! ¡Es verdad! —exclamó Lerek con tono burlón—. Los humanos solían reproducirse sin control, no me puedo imaginar cuan superpoblado estaba tu mundo. Nosotros, gracias a la Sagrada Providencia, tenemos menos chances de reproducirnos exitosamente y, además, seguimos las órdenes del Emperador, el único que puede dictar cuándo y dónde reproducirnos.
En eso unos borrachos se cruzaron en el camino de Lerek, pero rápidamente se apartaron al ver la armadura y el porte de aquel vampiro. Ninguno quería meterse con un aristócrata que tenía su Gracia lista y afilada.
—Discúlpenos, su excelencia —dijo uno de los Comunes mientras se apartaba.
—No vuelvan a cruzarse en mi camino —les dijo Lerek con tono autoritario, a lo que los comunes respondieron sobresaltándose y pegándose a las paredes de los edificios que delimitaban la calle, uno llegando a tumbar el puestito de otro vampiro que estaba vendiendo baratijas.
Arlet se quedó un rato mirando a los comunes que se habían apartado, dándose cuenta de la clase de autoridad que portaba Lerek. Fue entonces que se dio cuenta de la clase de mundo en el que había terminado, uno que, desde su perspectiva, estaba patas arriba.
¿Un emperador con poder absoluto sobre el mundo y sus habitantes? ¿Una raza dividida en lo que se podría calificar como un sistema de castas, con una nobleza y un pueblo llano? ¿Una sociedad de inmortales a los que el tiempo no significaba nada? Todo eso sonaba sacado de una película, y no de una de las alegres.
Así llegaron a una enorme estación de trenes hecha de ladrillos de adobe en vez de metal y cemento, tirando por tierra todas las expectativas de modernidad que Arlet se había armado en su cabeza al escuchar la palabra "tren". El lugar tenía techos abovedados en su centro, y techos de toldos rojos en su periferia; cada tanto había puestos con Comunes que vendían chucherías y juguetes a vapor.
—Los trenes son una de las pocas maravillas tecnológicas aprobadas por el Consejo de los Sabios.
—¿Una de las pocas?
—En nuestro mundo, nuestro Emperador y sus Sabios llegaron a la conclusión de que el cuidado y la recuperación de la naturaleza era primero en la lista de cosas que debían hacerse para sanar al mundo.
—¿Sanar al mundo? ¿Acaso lo echaron todo a perder como en el mío?
—Nosotros no, fueron los reinos humanos de Grecia, Roma, Cartago y los pueblos celtas quienes arrojaron al mundo en un camino de desastre. En su rivalidad con nosotros, estos pueblos crearon una gran confederación y fomentaron el uso y abuso de tecnologías y armas de destrucción. Esto llevó a la Gran Guerra del Balance, en la cual los reinos humanos fueron sometidos y luego exterminados de la faz de la tierra en una lucha sin cuartel que duró doscientos años.
En eso, Arlet vio el tren al que se dirigían. Este era enorme, hecho de oro, plata y cristal, nunca en su vida había visto algo tan hermoso y opulento. Lerek se dirigió a una de las puertas del tren, siendo detenido por un par de guardias armados con alabardas destellantes.
—Pasaje —pidió una de las estoicas figuras.
—Tengo mi Gracia, ¿no es eso pasaje suficiente?
—Incluso los aristócratas necesitan un pasaje, todas las cabinas de pasajeros están contadas y organizadas.
Lerek sonrió.
--Tengo una audiencia con el Emperador, ¿quieres que le diga que no me dejaste abordar el tren?
El guardia se sobresaltó.
—Esto... no puedo dejar....
—Me dejarás entrar, y dejaremos todo esto en el pasado. No te preocupes, una vez adentro me encargaré de conseguir un asiento para mí y mi acompañante.
—Su acompañante... ¿es un ganado?
—Sí.
—Entonces ella debe ir en los vagones de los ganados.
—¿Desde cuándo tienen una parte del tren para ellos?
—Desde un incidente en el que un ganado se entregó a otro aristócrata que no era el suyo.
—Veo, supongo que era cuestión de tiempo para que pasar algo de esa índole. Entonces así se hará, guíela a los vagones para los ganados.
—Enseguida...
—Arlet —dijo Lerek—, atrapa.
El vampiro le arrojó un objeto, que ella atrapó en pleno vuelo. Era un pequeño contenedor de vidrio tapado con un corcho, en su interior había un líquido rojizo claro.
—Si no entiendes lo que te hablan puedes beberlo y todo será como si hubieras nacido en esta tierra. Ahora sigue a este caballero, te guiará a tu vagón.
Arlet fue llevada a uno de los vagones de la parte trasera del tren, uno que era amplio y contaba con grandes cabinas para pasajeros. Si eso no era primera clase entonces no podía siquiera imaginarse lo que serían los vagones para los aristócratas que iban delante.
El guardia llevó a Arlet hacia una de las cabinas y la abrió de golpe, revelando a cinco jóvenes, tres chicas y dos chicos, que estaban conversando en su interior. Todos estaban vestidos con túnicas bordadas de oro y plata, y llevaban adornos, como pulseras, aretes y brazaletes, todo de metales preciosos decorados con piedras preciosas.
Arlet fue entonces abandonada por el guardia, a lo que ella respondió tomando asiento entre esos jóvenes. Fue entonces que lo escuchó, la chica a su lado, una joven, una adolescente de cabellos castaños y piel marrón, le estaba hablando en el idioma de esa tierra, un idioma que no entendía ni por casualidad.
Con una sonrisa nerviosa, Arlet apartó la vista de su compañera de viaje y comenzó a jugar con el frasco que le había dado Lerek.
—Tal vez deba tomarlo...
Con una rápida maniobra destapó el frasquito y todos en la cabina hicieron silencio, mirando fijo a la recién llegada. Todos miraban a Arlet, sin pestañear siquiera, a lo que ella, nerviosa al estar en territorio extraño, respondió tomando el contenido del frasquito.
Fue entonces que se dio cuenta que lo que acababa de tomar era sangre, pero esta era dulce, apenas notándose su gusto metálico. De repente su cabeza comenzó a palpitar, todo su cuerpo se sintió extraño, distinto, más ligero y más ágil, pero extraño. Imágenes inundaron su mente, imágenes de guerras pasadas, de grandes gestas y gloriosa pompa real, y el lenguaje, oh el lenguaje, decenas de lenguajes, nuevos y antiguos, largos y cortos, se agolparon en su mente, derribando miles de barreras como un torrente imparable.
—¿Ahora nos entiendes? —preguntó la voz suave de la joven que estaba sentada a su derecha.
Arlet alzó la mirada, toda la incomodidad se había ido.
—Sí —respondió Arlet en una lengua que no era la suya—, ahora los entiendo.
En eso escucharon un silbido de vapor, y una voz gritó a los cuatro vientos que ya partía el tren. Unos segundos después el tren se sacudió y, lentamente, comenzó a moverse. Arlet ya estaba, le gustara o no, en el expreso de Mesopotamia.
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Pirámide de Sangre
VampireLerek, un vampiro de la más alta casta aristocrática, ve su corona usurpa por un aristócrata rival, lo cual lo lleva al exilio en Nueva Babilonia. El antiguo rey de Latinum debe ahora acomodarse a su nueva realidad y asumir que es y será un Desgraci...