La vaina de Rómulo

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Lerek se abrió paso entre la maleza de las Reservas del Emperador y llegó ante el altar antiguo sobre el que había dado en sacrificio su augusta sangre. Allí lo esperaba una figura encapuchada, completamente ensombrecida, que estaba usando el cráneo de un jabalí a modo de máscara; sobre el altar, esperando pacientemente, había una funda de madera decorada con líneas de plata y cristal.

—Esta es la funda para la espada de Rómulo, forjada en mi herrería, en la Tierra de los Dioses. Debo decirte que no muchos apreciaron el trabajo que hice por ti, todos te culpan a ti y al Emperador por su caída en el olvido.

Lerek tomó la funda de la espada, que rebosaba de poder mágico y de runas de contención. Sin esperar, el pretendiente de Latinum envainó la espada de Rómulo, y esta dejó de exigirle poder, relajándose así la presión que la espada constantemente le exigía a su Gracia.

—Recuerda tu promesa, Lerek de Latinum —dijo el herrero.

—La recordaré, después de todo, está en mis planes hacer lo que te dije, tengo mis motivos.

—Sé tus motivos, y debo decir que estoy intrigado por ver el destino de este mundo.

El hombre encapuchado desapareció, pero Lerek no estaba solo, rodeándolo había espíritus y musas curiosas. Tal vez el dios se había marchado, pero no su corte, la cual, lentamente, regresaba a la naturaleza y a la Tierra de los Dioses tras dar un largo vistazo a aquel vampiro que tanto odiaban los Dioses Olvidados.



Arlet se recuperó lentamente con el paso de los días, pero su compañera de cuarto no tenía la misma suerte; sus heridas eran muchas y muy profundas, por lo que estuvo en cama, inmóvil, durante semanas sin fin. Fue así que Arlet, sintiendo pena por la pobre muchacha, entabló largas conversaciones con ella, llegándola a conocer bien.

La chica no tenía nombre, se refería a ella como le decía su amo, como "Ganado", tenía alrededor de quince años, le gustaba cantar y era, según ella, buena bailarina, y soñaba con participar en la fiesta de la Conmemoración, la única ocasión anual en la que los humanos tenían permitido hacer una banquete y una celebración, semana en que festejaban sin parar el aniversario de su reducción a la condición de ganados por parte de los ejércitos del Emperador y la destrucción del Último Imperio del Hombre. Pero para acudir a esas fiestas se necesitaba el permiso del amo de uno, y este nunca le permitía a Ganado salir de su mansión.

Este amo de Ganado era un aristócrata llamado Shuripac, y, por lo que pudo deducir Arlet, puesto que Ganado nunca habló mal de su amo, este era un sádico paranoico, obsesionado por la salud, la calidad y el cuidado de su único ganado, que le fue concedido por Dido en carácter de don por defender su honor en un duelo en Cartago Nova.

—Tu amo suena como un idiota —le dijo Arlet de forma brutalmente sincera a Ganado.

—No digas esas cosas, Shuripac es augusto, noble y diligente, un gran aristócrata. Seguramente tu amo es igual de augusto y digno.

—Ya te dije que no tengo amo.

—Eso es imposible, Arlet. Dices locuras, herejías incluso, todo ganado tiene un amo o no ha salido aún de las granjas.

—Y todo ser humano tiene un nombre.

—Todo ganado adopta el nombre que le da su amo, yo soy Ganado. Es un lindo nombre, es el nombre que me dio Shuripac.

Arlet estaba furiosa, el hecho de que esa chica no tuviera un nombre la irritaba, si se llegaba a cruzar con Shuripac...

En eso ingresó al cuarto una mujer, una dama vestida con una túnica a la babilónica.

—Lerek busca a su ganado —anunció la mujer.

Arlet sabía que ya no había razones para que estuviera allí, en la sala de cuidados intensivos de la Casa de Recuperación; su herida había sanado, dejando atrás una horrible cicatriz, y su cuerpo estaba nuevamente lleno de sangre, por lo que era normal que Lerek viniera por ella.

Arlet estaba ya lo suficientemente sana para que Lerek volviera a darle una mordida, y eso le ponía la piel de gallina. No quería volver a desmayarse y a despertarse en la Casa de Recuperación horas después, no quería volver a sentir su cuerpo entumecido y anestesiado por la mordida del vampiro.

Pero debía responder, Lerek no tomaría bien el quedarse esperando. Arlet salió de la habitación, ingresando a una sala contigua dónde había estatuas y una fuente. Allí la estaba esperando Lerek, que tenía su espada en una nueva y reluciente vaina, la cual era llamativa y fácil de notar.

—Al fin envainas esa arma tuya —dijo Arlet.

—Al fin encontré a alguien capaz de fabricarle una vaina útil.

Lerek acortó la distancia entre él y Arlet, acercándose a ella, sosteniéndola por las muñecas, listo para descender sobre su hombro izquierdo.

—Estoy sediento... todo este tiempo sosteniendo la espada de Rómulo, la batalla de Cartago, el paso de los días, todo ha consumido sin tregua el río de mi Gracia.

En eso un hombre entró a la sala, flanqueado por doncellas de la Casa de Recuperación, las cuales le hablaban a este apuradamente, tratando de frenarlo con palabras.

—Aún no se ha recuperado —le dijo una de esas mujeres—, necesita al menos unos días más.

—No me importa, quiero a mi ganado de vuelta en mi mansión en este instante.

La forma pomposa de desplazarse, el tono de voz, la actitud, no cabía dudas... Arlet se sacudió y se libró de Lerek, que claramente se mostró furioso mientras veía a su ganado alejarse de él, pero su furia pronto se volvió curiosidad.

—¡Oye tú! —gritó Arlet.

El aristócrata la ignoró, como ignoraba a las mujeres de la Casa de Recuperación.

—¡Idiota, te habló a ti, Shuripac!

El aristócrata se detuvo en seco y volteó, pero antes de poder decir una palabra recibió un puñetazo que vino directo a su rostro, golpe que lo hizo retroceder unos pasos, no solo adolorido sino que confundido.

—¿¡Qué demonios!? ¡¿Cómo te atreves a golpearme a mí?!

El aristócrata se desplazó, rápido como el viento, en dirección a Arlet, pero en su camino se interpuso Lerek, que detuvo sus garras con gran facilidad haciendo uso de su mano derecha.

—Por lo visto mi ganado te ha contrariado, veré que sea castigada —sonrió Lerek.

El aristócrata relajó el brazo con el que pensó partir en dos a la humana y Lerek, en respuesta, lo soltó.

—Deberías ponerle una cuerda al cuello, claramente le falta domesticación.

—Así es, es una salvaje —sonrió Lerek.

—El único salvaje aquí es este bueno para nada —dijo Arlet—, este malnacido casi mata a su ganado.

Lerek sonrió.

—Disculpa a mi ganado, noble Shuripac. No volverá a hablar.

Lerek le dirigió una mirada a Arlet, una mirada asesina. Shuripac se mostró, sin embargo, molesto e insatisfecho.

—¡De esta no te librarás tan fácilmente! ¡Te reto a un duelo!

—¿Un duelo? —preguntó Lerek fingiendo sorpresa.

—¡Así es! ¡Si gano puedo quedarme con la Vida de tu ganado! ¡Su insulto a mi persona solo puede pagarse con su vida!

El aristócrata Shuripac estaba convencido de que Lerek era un debilucho de Cartago Nova que nunca antes había visto, quizá el hijo de alguna familia acaudalada que, de alguna forma, se había hecho con el control de un ganado.

—¿Y si yo gano? —preguntó Lerek.

—Entonces puedes hacer lo que te plazca con mi ganado.

—Entonces tengamos el duelo... —sonrió Lerek —. Que tu arrogancia sea el fin de tu Gracia.

Pirámide de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora