El destino de los dioses

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Arlet fue usada como alimento, como ganado, una vez más, y, de nuevo, el dolor del beso del vampiro le pareció insoportable. La joven gritó, pataleó e intentó alejarse del tiránico rey sin corona que era Lerek, pero le resultó imposible deshacerse de él.

—Un poco amarga, pero deliciosa, como siempre —dijo Lerek al terminar su comida, momento en que arrojó a Arlet en una cama de pieles.

La alimentación de Lerek había durado apenas un minuto, pero esto fue suficiente para dejar a Arlet destrozada, agotada y adolorida. Ahora la joven estaba mirando el techo de la carpa sedienta y hambrienta.

Todo su cuerpo se sentía como que iba a morir, pero éste no dejaba de luchar contra el fantasma de la muerte que se cernía sobre ella. Lerek, entonces, le acercó una bandeja de plata con comida y bebida, cosas sobre las que Arlet se abalanzó, haciendo uso de sus últimas fuerzas.

—Tranquila, mi precioso ganado, no te atragantes.

Arlet lo pensó seriamente mientras comía, quizá ahogarse era una buena forma para escapar de ese martirio, pero no, ella quería vivir, solo que no como la esclava de aquel aristócrata que se daba aires de grandeza.

—Habrá más batallas por luchar, mi precioso ganado, prepárate para la marcha de mañana, nos internaremos más en territorio enemigo.

Lerek se marchó, dejando sola a Arlet, que se terminó todo lo que había en la bandeja para luego caer rendida sobre las pieles de la cama. Su frente palpitaba y su visión era borrosa, no pudiendo ver los muebles de la tienda, siendo incapaz de distinguir la diferencia entre una mesa, una silla y un cofre.

En eso, alguien ingresó a la tienda, corriendo la tela caída que hacía de puerta. Arlet respondió con un gruñido lleno de rencor al intruso que había dejado entrar la luz del sol a su espaciosa carpa.

—¿¡Quién mierda es!?

En eso la vista de Arlet hizo foco y lo vio: se trataba de Sombra.

—Pensé que quizá te habías quedado con hambre —dijo el joven mostrándole a Arlet una bandeja con pedazos de carne asada.

La joven se llevó el antebrazo a su frente y gruñó.

—¡Sí! Dame esa maldita bandeja.

Arlet comió casi al instante lo que le trajo Sombra y luego miró al joven con los ojos entrecerrados. Él estaba fresco como una lechuga, pese a que ese mismo día se habían alimentado de él; ella, por su parte, tenía grandes ojeras y una mueca constante de dolor.

—Si dejaras de resistirte todo sería más fácil —dijo Sombra.

—Nunca le daré mi sangre voluntariamente a ese bastardo.

Sombra se turbó ante esas palabras, pero a su vez sintió una profunda admiración por la joven que, pese a todo, podía guardarle rencor a su amo.

—¿Quién te enseñó a tener rencor, a sentir ira? Esos son emociones reservadas a nuestros amos.

—La calle —respondió Arlet.

—¿La calle? ¿No fuiste educada en una escuela?

Arlet sintió una fuerte punzada en su cabeza y contrajo todas las facciones de su rostro en una mueca de dolor.

—¿Puedes irte? —preguntó la joven llevándose una mano a la frente—. Me irrita mucho tu voz.

Sombra asentó con una mueca de solemne respeto y se marchó de la carpa, dejando sola a la joven que, sintiéndose enferma, se dejó caer en la cama, agarrándose la cabeza, llorando de dolor y de ira.

Pirámide de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora