La espada rota

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Lerek y su séquito se abrieron paso por la ciudad. Toda casa era un palacio, todo edificio tenía una utilidad, toda calle era ancha y adoquinada. Toda la ciudad había sido planeada y construida para hospedar a la creme de la creme de la sociedad, a los mejores entre los aristócratas, a los mejores del mundo, los más sabios, los más inteligentes, los más hermosos, los más talentosos, todos convivían a la sombra del palacio del Emperador, todos compartiendo buen vino, buena comida y buen ganado.

En eso Lerek y su séquito son encontrados por un nutrido grupo de soldados de la guardia imperial. Estos hombres y mujeres vestían armaduras negras de la más alta calidad, e iban armados con espadas cortas y escudos redondos de acero encantado, capaces de rechazar incluso las afiladas garras de vampiros con Gracias poderosas.

—Lerek de Latinum, nunca pensé que te volvería a ver por aquí —dijo el capitán del destacamento de la guardia imperial, un hombre alto, negro, con una armadura especial con hombreras de cabeza de león que distinguía su rango y poderío.

—Kirosh, la última vez que te vi fuiste enviado a reprimir al rey de Nubia ¿Cómo fue la campaña?

—Aplastamos a los rebeldes en unos pocos meses y depusimos al rey traidor. Ahora el reino está bajo el control del Emperador ¡Que eterno sea su reinado! —Los guardias a sus espaldas golpearon las espadas contra los escudos, generando un estruendo.

Lerek sonrió.

—¿Vienes a escoltarnos?

—El Emperador ¡Que eterno sea su reinado! Desea que se mantenga la paz en esta ciudad, por eso nos ha enviado, para mantener su paz. Sígannos, y dejen que mis hombres lleven a sus ganados al Barrio de las Delicias.

—Como ordene, honorable Kirosh.

Arlet, Bella, Perla, Milagro y Sombra fueron separados de sus amos por un grupo de quince guardias, los cuales los rodearon y comenzaron a guiar hacia el Barrio de las Delicias. Lerek y su séquito, mientras tanto, se unieron al nutrido destacamento de la guardia imperial, que los escoltaron hasta el palacio en palanquines llevados por sirvientes de la casa imperial, una forma no solo cómoda, sino que también digna, de viajar por la capital.

Lerek y su séquito, una vez en el patio frontal del palacio, se bajaron de sus palanquines y fueron guiados hacia las escaleras principales del zigurat; sus guías, dos jóvenes mozos, hijos de poderosos aristócratas, los llevaron al interior del palacio del Emperador. Allí los condujeron a una enorme antesala de mármol negro y mármol blanco, en la que había varios cortesanos charlando entre ellos, discutiendo política internacional, financias y el mecenazgo de distintos artistas. El lugar estaba vibrante de vida, las mujeres de la corte iban y venían, buscando aventuras y formando grupos de chismosas, mientras que los hombres, sumergidos en cargos y honores, no hacían más que hablar de negocios, política y arte.

Lerek recordaba así al palacio, un lugar de colores, alegría y energía; y todo indicaba que iba a seguir así por miles de años. En eso la gran puerta que llevaba a la sala del trono se abrió lentamente y por ella salió un alto aristócrata de gran porte y elegancia.

—¡Lerek de Latinum! ¡El Emperador hablará contigo!

Lerek y solo Lerek avanzó, dejando atrás a su séquito. La sala del trono era una habitación gigantesca hecha con mármol negro, en cuyo fondo se encontraba el trono del emperador, un asiento de plata y oro, diseñado por las mentes más brillantes sobre la tierra. Atrás del mismo había un ventanal de colores con escenas de carácter religioso, con los dioses entregando la Corona y la Gracia más poderosa sobre la tierra al Emperador, que era inmediatamente alabado por todos los pueblos del mundo, que marchaban alegres a darle tributo.

El Emperador estaba allí, sentado en el trono, vestido con una hermosa armadura ceremonial mientras esperaba que Lerek recorriera el Camino de los Suplicantes y se postrara ante él. Lerek, por su parte, marchó con la frente en alto y, al llegar al final del Camino de los Suplicantes, ante las escaleras que ascendían al trono, se dejó caer de rodillas y bajó la cabeza hasta el suelo. Las conversaciones por parte de los cortesanos agolpados a los costados cesaron por completo, y el lugar se vio envuelto en un profundo silencio.

—Su excelencia —dijo Lerek—, que viva mil años y que el sol siempre le tema, concédeme estas palabras, oh señor mío y de todos los vivos.

El emperador, hombre hermoso, de barba larga trenzada, portador de la corona del mundo, una hermosa joya de oro, piedras preciosas, plata y marfil, hizo una señal con una mano para que un hombre que aguardaba en las sombras se acercara al suplicante.

—Lerek de Latinum —dijo el Emperador con voz profunda y grave—, vienes a pedirme permiso para recuperar tu corona, mas ya has intentado previamente que te conceda dicho permiso, y siempre te he rechazado. No más, el actual señor de Latinum ha perdido mi amistad y protección, por lo que te hago entrega de esta espada que te permite llevar a cabo tu empresa.

Lerek levantó la cabeza del piso, viendo al siervo que estaba parado ante él, sosteniendo una espada en sus manos... pero la espada estaba rota, partida en dos, le faltaba tres cuartos de la hoja.

—Lerek de Latinum, te permito ir a reclamar tu corona, pero no tendrás ni coronas ni soldados de mi parte. Ahora dime: ¿Cómo recuperaste tu Gracia? Según mis recuerdos nunca te concedí ni sangre ni cuerpos de los que extraerla.

Lerek bajó nuevamente la cabeza.

—Encontré una humana en Nueva Babilonia que fue descuidada por su dueño, quien la dejó escapar y deambular por las calles de la ciudad. Yo mismo, haciendo uso de mis últimas gotas de Gracia, la rescaté de unos comunes que pensaban devorarla y tomar su Vida; de no haber sido por mí tendríamos Comunes Agraciados en las calles de Nueva Babilonia.

—¿Y no reportaste el hecho? El dueño de la muchacha debe ser castigado por su negligencia.

—La muchacha no hablará sobre su anterior señor, por lo visto fue víctima de torturas y grandes agravios. No da su sangre libremente, por lo que esta tampoco me habla demasiado, aunque está llena de ira contenida.

El Emperador miró a Lerek, sabía que le estaba mintiendo, un aristócrata como él no debería tener problema a la hora de domar la sangre de un ganado, podría detenerlo, obligarlo a que le diga la verdad, pero estaba ante su corte, y prefería no hacer una escena. Habría otras formas de saber de dónde había sacado a la humana.

—Ahora levántate, Lerek de Latinum, toma la espada con el sello imperial y ve a recuperar tus tierras, tienes mi bendición.

Lerek se puso de pie y tomó la espada rota de las manos del siervo y, tras hacer otra reverencia, dio media vuelta y se marchó del lugar. Afuera lo estaban esperando Yafar, Zeras y Merekar.

—¿Y? —preguntó Zeras— ¿Conseguiste el permiso imperial?

Lerek les mostró la espada en cuyo mango estaba impreso el sello imperial y todos guardaron silencio. Esa era solamente una espada rota, lo que significaba que el emperador había dado el visto bueno, pero no les proporcionaría ningún tipo de ayuda en su aventura.



El Emperador, una vez Lerek se marchó y la puerta a la sala del trono se cerró, le hiso señas a uno de sus cortesanos, un joven de afilados rasgos y ojos penetrantes, para que se acercara.

—Toma a treinta hombres sin insignias y ve a buscar al ganado que trajo Lerek a la ciudad. Quiero saber de dónde ha venido, de que granja salió y quien era su anterior dueño. Hazlo de forma discreta, no quiero que se piense que rompo mi propia paz.

—Entendido, me honra su confianza, mi señor.

Pirámide de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora