Un barco

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Yafar llegó a la dirección a la que debía entregar la carta sellada de su padre. Horas atrás se había perdido la batalla del Barrio de las Delicias, pero, gracias a ello, no tuvo por qué alimentarse de Milagro, que descansaba plácidamente en una ínsula de aquel barrio.

Fue en eso que un mayordomo, un servidor, probablemente de la casta de los Comunes, vestido con una túnica hermosa de colores pasteles, lo invitó a entrar a la mansión en la que debía verse con su tío.

El lugar era opulento a más no poder, había paredes enchapadas en oro gravado con escenas de guerra y caza, estatuas de mármol vestidas con túnicas semitransparentes y hermosos jardines con fuentes y flores de todos los colores.

—¡Yafar! —exclamó un hombre mientras este esperaba en uno de los jardines.

Yafar miro hacia arriba, hacia un balcón que daba a ese jardín. Allí estaba su tío, el hermano de su padre, un aristócrata antiguo, de esos que acompañaron al Emperador en la Gran Guerra contra los humanos, y se notaba. El hombre era alto, de espalda ancha, cabello grisáceo y dentadura perfecta, que demostraba que tenía ganado para alimentarse golosamente.

—Me dice mi mayordomo que mi hermano me manda una carta.

El hombre pegó un salto, aterrizando en el jardín, ante Yafar, que no se inmutó, acostumbrado a las teatralidades de su tío.

—Así es, nuestra familia puede que te necesite para mediar sobre la delimitación de unos derechos entre la casa de Babilonia y la casa de Uruk.

—¿Otra vez se pelean por pequeñeces? Vaya, la eternidad sí que debe parecerles aburrida para que peleen por cualquier cosa.

—Así parece, tío... por cierto, no podré ser tu mensajero de vuelta.

—¿Por qué no? ¿Acaso te conquistó una dama y ya estás planeando escaparte con ella?

—¡No! Me embarcaré en una aventura.

—¿Qué clase de aventura?

—Iré hacia Latinum, acompañaré a un pretendiente, Lerek, para ayudarlo a recuperar su trono.

—¿Lerek? —el rostro del tío de Yafar fue primero uno pensativo y luego uno de preocupación—. ¿¡Lerek el de las Garras de Acero!? ¿¡El Profeta de los cien Milagros!? ¡¿Ya has pactado con él?!

—Sí —contestó Yafar sin entender cuál era el problema.

—Chico, te has metido en una aventura peligrosa, conocí a Lerek durante la campaña contra los romanos. El maldito ya había devastado toda Grecia casi él solo cuando pasó a asistirnos en Italia, legiones enteras de Roma y Cartago cayeron bajo el poder de su Gracia y sus Milagros.

—¿Eso no significa que tengo más chances de ganar?

—No, imagina el poder de quien lo destituyó...

—Según tengo entendido fue toda su corte la que lo traicionó, ni siquiera alguien con mil Vidas puede contra toda una corte de Aristócratas... ¿Qué me recomiendas, tío?

—Prepárate para la aventura, tengo una armadura de acero mágico en mi armería, sígueme, te la regalo. En una de esas terminas en la corte de Lerek, si es que ganan. Pero ten cuidado con Lerek, es ambicioso y, si la memoria no me falla, no se detendrá ante nada para alcanzar su meta.

—Lo entiendo.



Arlet, Perla, Bella y Sombra se reunieron con sus respectivos amos un par de días después. Los jóvenes se habían recuperado por completo luego de descansar y comer hasta saciarse, y sus amos se veían contentos de verlos de nuevo, pero no en una forma cariñosa, sino como si estuvieran recibiendo de vuelta un preciado objeto que pasó tiempo en un taller, puliéndose y reparándose.

Milagro, por su parte, se reunió con Yafar, que le sonrió con ternura.

—¿La armadura es nueva? —preguntó Milagro al notar la armadura plateada debajo de la túnica de su amo.

—Sí, me la regaló mi tío, es mágica así que es poco probable que me hagan daño.

—Perfecto —sonrió Milagro.

Los Aristócratas ya habían hecho sus recados en la ciudad de Nueva Jerusalén, y estaban listos para emprender la aventura que Lerek les había prometido hacía unos días.

—Muy bien, aliados míos —dijo Lerek con una gran sonrisa—, hoy comienza nuestra travesía. Viajaremos en carreta hasta el puerto de Asdod y de allí iremos a Creta.

—Creta es una ruina —dijo Merekar—. ¿Qué hay allí que merezca nuestro tiempo?

—Deje algo en Creta al marchar a mi exilio a Nueva Babilonia, y es de vital importancia que lo recupere.

—Muy bien, iremos entonces a Creta —sonrió Zeras —. Siempre quise ver las ruinas de los antiguos griegos.

Arlet sintió curiosidad, qué podía haber en Creta que le interesara tanto a Lerek, que desde el primer día de su encuentro no dejaba de pensar en recuperar Latinum.



El viaje en carreta duró casi todo el día, los caminos eran serpenteantes y atravesaban varias aldeas, la gran mayoría abandonadas o con apenas uno o dos Comunes habitándolas. Arlet notó, sin mucho esfuerzo, que los vampiros, pese a ser poderosos, no eran tan numerosos fuera de sus ciudades, y especialmente en esas tierras, que no contaban con ninguna red de infraestructura agraria competente, habiendo todo el esfuerzo y riquezas del imperio destinadas a la construcción de Nueva Jerusalén.

Así llegaron a Asdod, una pequeña ciudad costera con un gran puerto. La población era de casi por completo de Comunes, los Aristócratas preferían vivir en Nueva Jerusalén, y en el puerto había barcos de todo tipo, de guerra, de transporte y de pesca.

Las carretas se detuvieron en el puerto y todos bajaron de ellas, siguiendo a Lerek, que lo guiaba.

—Nuestra nave es esa —señaló el aristócrata.

Allá adelante, a dónde señalaba Lerek, había un barco de vapor con un casco de diseño antiguo. El mismo estaba cargando provisiones y era abordado por marineros, todos Comunes, los cuales tenían espadas cortas en sus cinturas.

—Es un bote que renté exclusivamente para nuestro viaje. Vamos a bordo, el capitán nos espera.

Pirámide de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora