Lerek, señor de Massalia

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Los Comunes habían sido reprimidos, los contrabandistas ejecutados y los herejes dados a la fuga. El orden del Emperador, tan anhelado por la aristocracia, había vuelto a Massalia. Lerek era ahora visto como el verdadero señor y amo de Latinum por los habitantes de aquella ciudad, y estos no tardaron en presentarse ante su nuevo señor para rendirle pleitesía.

Lerek veía con satisfacción a aquellos aristócratas y comunes de la guardia que venían a postrarse ante él. El príncipe Ubara fue el primero de todos en postrarse ante su nuevo soberano, ante aquel que había salvado a los suyos de morir en manos de la turba inclemente de los Comunes.

—Lo que tú digas se hará —dijo el príncipe.

Lerek le sonrió al príncipe y habló con tono claro y de mando.

—Reúne toda la sangre que has confiscado de los contrabandistas y repártela entre los aristócratas primero y entre aquellos de la Guardia que se destacaron en combate después. Todos aquellos que hoy obtienen su Gracia tienen asegurada la posición dentro de mi corte en Roma, serán Aristócratas de Lerek de Latinum. Ahora prepárense, marcharemos hacia Génova siguiendo los viejos caminos. Si la ciudad se resiste la pondremos bajo asedio, si se rinde la recibiremos con los brazos abiertos. Ahora vayan a celebrar, mis soldados, que el camino al trono será largo y laborioso.



Desde un tejado lejano, una dama pálida de negra túnica, la Señora de las Arañas, observaba la pintoresca escena de los nobles y el pueblo postrados ante Lerek. Ella sonrió, divertida, ante la nueva situación en la que se encontraba la ciudad de Massalia. Ahora era un territorio hostil para ella, como lo era también para cualquier agente del rey legítimo de Latinum, de aquel que se encontraba sentado en el trono de Roma.

—Oh, Lerek, has llegado muy lejos... ahora tienes un ejército para respaldar tu reclamo ¿pero cómo te las verás contra el Rey de la Sonrisa de Colmillos, aquel que te derrotó hace tanto tiempo...?

La dama se deshizo en arañas y las mismas se marcharon de la ciudad hacia el este, perdiéndose en los bosques, camino a Roma.



Arlet esperaba aterrada la llegada de Lerek, encerrada en una habitación del zigurat del príncipe. Sabía que el vampiro vendría a tomar de ella su sangre, y sabía bien que sería una experiencia extremadamente dolorosa.

Fue entonces que la puerta de la habitación se abrió y por ella ingresó Lerek, sonriendo, mostrando sus colmillos.

—Hora del festín, mi precioso ganado.

Arlet, cual animal atrapado, retrocedió hasta una esquina de la habitación y se quedó allí, paralizada del miedo, murmurando una plegaria dirigida a un dios que no existía en ese mundo. Lerek la miró con deseo en sus ojos y se acercó a ella, tomándola en sus brazos, no pudiendo Arlet resistirse... solo le quedaba cerrar los ojos y esperar el ponzoñoso dolor de la mordida del vampiro... la cual llegó al cabo de unos instantes, descendiendo, como siempre, en su hombro izquierdo.



Niq y su séquito habían escapado de Massalia por su puerta oriental. La ciudad estaba ahora bajo el firme control de Lerek, y su población de Comunes se encontraba de nuevo subyugada a la vieja Aristocracia. Ya no había aliados que encontrar en esas tierras, la pretendiente al trono de Latinum no tenía de otra más que seguir las viejas vías romanas hacia el norte de Italia, hacia la Llanura del Po.

Augusto estaba herido, pero podía caminar, Lyra se encontraba furioso ante su derrota y Travis, por su parte, solo pensaba que las penurias no harían más que aumentar en los días venideros.

—Tenemos que irnos, nos refugiaremos en alguna aldea y desde allí planearemos nuestro próximo movimiento —le rijo Niq a su séquito.

—Será mejor que nos demos prisa —dijo Augusto—, Lerek seguramente marchará hacia Génova una vez haya preparado su nuevo ejército. Latinum será el escenario de una cruenta guerra civil, te lo aseguro.

—Entonces démonos prisa —resolvió Niq—, Travis, súbete a mi espalda.



Dido miraba el mar, el mar Mediterráneo, su mar, el mar que controlaba ella, con su insuperable flota mercante y su armada de hierro. Nadie podía oponérsele en mar abierto, ni siquiera el Emperador, pero esta guerra contra Lerek no sería una guerra naval, al menos no por ahora, sino una guerra netamente terrestre.

—¿Entonces me dicen que ustedes dos pueden traerme al ganado de Lerek?

La reina de Cartago se dio media vuelta, encontrándose con dos individuos que se encontraban postrados ante ella. Estos eran Issa y Ashe, los egipcios que el Emperado había desterrado de su corte semanas atrás.

—Así es, solo pedimos que nos permita descubrir de dónde viene este ganado —dijo Issa—. Una vez hecho esto el ganado es suyo, se lo juramos.

—¿Qué piden a cambio?

—Sangre para derrotar a Lerek y su séquito.

Dido meditó unos segundos.

—Está bien, pero me harán un juramento de sangre... el ganado será mío, su origen será suyo.



Lerek se puso a la cabeza de la columna de su ejército, el cual se había formado a lo largo de la calle principal de Massalia. Eran en total no más de mil hombres, varios Comunes, un batallón de nuevos Agraciados y varios Aristócratas, todos listos para la marcha al este. A su izquierda y su derecha se encontraba su séquito, la sángrica Zeras, el luchador Yafar y el sigiloso Merekar. A sus espaldas, transportados en cómodos palanquines, iban los ganados de estos; Arlet estaba inconsciente, no habiéndose despertado desde que Lerek la mordió días atrás.

—Hoy marchamos al este —dijo Lerek—, haciaGénova. Vamos, mis hombres, la victoria nos espera.

Pirámide de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora