El Barrio de las Delicias

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El Barrio de las Delicias era una sección de Nueva Jerusalén cercada por una alta muralla de piedra, la cual era custodiada por un destacamento de setecientos guardias imperiales. El interior del recinto amurallado estaba lleno de templos a las distintas deidades del cosmos y de grandes residencias dónde los ganados podían descansar y pasar el rato; también había un complejo de baños dónde los humanos podían asearse y descansar, pero más allá de eso había pocas distracciones lúdicas.

El ambiente que se respiraba en el Barrio de las Delicias era uno de espeso misticismo y estricto orden. Los templos se alzaban hacia el firmamento y eran visitados por centenares de fieles servidores, todos humanos, y las residencias dónde estos podían descansar se encontraban sumidas en un profundo silencio; incluso los baños, lugares concurridos por los ganados de la aristocracia, eran una tumba, nadie decía palabra alguna, ni cruzaban miradas.

Había muchas reglas que se daban por sabidas, y todos las respetaban, pero Arlet rápidamente se sintió extraña en el lugar, no sabiendo bien como desenvolverse. Eso sí, algo sabía: la sangre que había tomado le susurraba algunas reglas a seguir "No hables con nadie" "Sigue las ordenes de la guardia imperial" "No descuides el deber de visitar un santuario" "No mires a los demás ganados a los ojos".

—Camina —la empujó un miembro de la guardia imperial—, ve a buscarte un lugar donde quedarte.

Arlet no respondió, sabía que era mala idea contestarle a la autoridad, por lo que siguió a Bella y Perla, que ya se dirigían a un edificio, una hermosa ínsula de tres pisos de altura, que estaba cerca. Había velas ardiendo en el interior de la ínsula, lo que señalaba actividad humana, cosa rarísima en ese mundo dónde la mayoría podía ver tan bien de día como de noche.

En la planta baja del edificio había un escritorio alargado detrás el cual había una joven recepcionista, la cual estaba tomando nota de quienes ingresaban y salían de la ínsula. Bella y Perla se acercaron a la joven.

—¿Nombres? —preguntó.

—Bella.

—Perla.

—¿Dueño?

—La señora Zeras de Ur —contestaron las gemelas al mismo tiempo.

—Tengo una habitación disponible en el segundo piso, habitación tres, aquí tienen la llave.

La recepcionista les dio una enorme llave de bronce, la cual ellas tomaron para luego marcharse hacia las escaleras que daba a los pisos superiores. Arlet se acercó luego, escéptica de conseguir un cuarto.

—¿Nombre? —preguntó la joven sin mirarla, siempre concentrada en el libro en el que anotaba los datos.

—Arlet —Arlet omitió su apellido, algo le dijo que decirlo la haría estar en problemas.

—¿Dueño?

—Lerek... de Latinum.

—Tengo una habitación disponible en el tercer piso, habitación dos, aquí tienes la llave.

De la misma forma que con Perla y Bella, la mujer le tendió una llave a Arlet, quien la tomó antes de marcharse a su habitación.

El cuarto que le tocó a Arlet era uno rectangular, un largo mono ambiente con una cama, una cocina a leña y unos cuantos trastos de cocina, así como una ventana con toldo para evitar que ingresara la lluvia, si es que ésta venía a esas tierras áridas.

Arlet fue rápidamente a tirarse en la cama, hundiendo su cabeza en la almohada. La misma era cómoda y fresca, perfecta para dormir esa noche de verano, por lo que Arlet cerró los ojos y se dejó llevar al mundo de los sueños.



Arlet estaba en su habitación de niña y su padre la llamaba para que fuera a comer, cosa que ella hiso, pero la comida no era mucha, y su estómago gruñía.

—Arlet, debes comer.

En eso Arlet vio nuevamente lo que había servido en su plato, un corazón, era humano, ella no sabía cómo sabía eso, pero estaba segura de que ese era el corazón de una persona. Entonces su padre ya no era su padre, era Lerek, sonriéndole con esa sonrisa de colmillos afilados y aire de arrogancia.

—¿No vas a comer?



Arlet se despertó de golpe, encontrándose con que su corazón estaba intentando salirse de su pecho. En eso se da cuenta que necesita aire fresco, el aire que flotaba en la habitación, pese a ser ligero y fácil de respirar, no hacía más que aumentar la sensación de encierro que la abrumaba. La joven, entonces, sale de la habitación y baja las escaleras, pero se detiene cuando a su lado pasan tres figuras encapuchadas con espadas cortas desenvainadas en las manos, estos iban subiendo.

Por algún motivo que no podía explicar, Arlet sabía que debía marcharse del edificio, pero en su camino a la salida fue interceptada por la voz de la recepcionista.

—¿A dónde vas? —preguntó esta—. ¿No venían esos hombres a buscarte en nombre de tu amo?

Arlet no dijo nada y se marchó de la ínsula a toda velocidad, sabía que Lerek no mandaría a otros hombres a buscarla, vendría él mismo, ella era, después de todo, su único ganado.

Pirámide de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora