Nueva Jerusalén

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El tren atravesó el desierto del oeste haciendo uso de la incontenible fuerza del vapor, llegando así en cuestión de unos días a su destino: Nueva Jerusalén, la Capital del Mundo. Ésta era una ciudad de piedra, oro, plata y cristal, una maravilla de la arquitectura, el urbanismo y el buen gusto, un lugar sin igual sobre la tierra, atravesada por acueductos, plagada de edificios públicos, y salpicada de plazas y jardines. En su punto más alto, la ciudad tenía un imponente zigurat, sobre el cual descansaba el palacio del Emperador, una estructura sin par en el mundo, construida para no ser jamás superada por nadie más.

Arlet pudo divisar Nueva Jerusalén desde la ventana del tren, viendo que esta ciudad tenía altos muros de piedra rodeándola, sobre cuyas superficies había bajorrelieves representando escenas de la vida palaciega, las cuales eran casi sacadas de un sueño.

Mientras se acercaban a la ciudad el sol estaba desapareciendo por el oeste, y las cuatro lunas comenzaban a asomarse por detrás de las sierras y montañas del este; Arlet aún tenía que acostumbrarse a tantas lunas en el cielo, pero quizá a lo que tenía que acostumbrarse más era a que, según Lerek, había tres lunas más en el firmamento, pero estas siempre se encontraban ocultas al ojo inexperto.

—Ya estamos llegando —sonrió Lerek.

Arlet sintió un escalofrío, la sonrisa de Lerek, esa sonrisa arrogante, de victorioso sin haber aún presentado batalla, la ponía en alerta.

—¿Qué haremos en esta ciudad? —preguntó Arlet.

—Buscar la aprobación y la bendición imperial para poder así tomar la corona de Latinum del usurpador.

—¿No deberías ser capaz de tomarla y ya? ¿O acaso el usurpador tuvo permiso del Emperador?

—Je, je... no se trata tanto de si tuvo o no la aprobación del Emperador, sino que la obtuvo luego. En este mundo no se puede mantener el poder si no es con el visto bueno de nuestro Emperador.



Yafar estaba leyendo un libro de filosofía metafísica en el vagón biblioteca del tren, estando junto a él la sensual Zeras, que estaba leyendo una novela de amor.

—¿Qué venías a hacer a la capital del mundo? —preguntó Zeras.

—Asuntos familiares, tengo que entregar una carta —le contestó Yafar— ¿Y tú?

—Lo mismo, mi familia me mandó a visitar a una tía y darle un mensaje. Imagina su cara cuando se entere que me uní a una aventura.

—Me pregunto que habrá venido a hacer Merekar.

—Olvídalo, si algo ha demostrado durante el viaje es que es tan silencioso y reservado como una piedra. Será mejor que nos preparemos, joven, puede que seamos atacados en la capital.

—Lo dudo, romper la paz del Emperador en un tren es una cosa, ya atacar abiertamente a alguien en una plaza de la Capital es otra.

—Solo digo, uno nunca sabe que tan lejos están dispuestos a llegar aquellos que tienen algo que perder ¿Nosotros qué tenemos? ¿Un apellido? ¿Un legado ancestral? ¿Unas pocas tierras heredadas? No tenemos nada que amerite hacer una locura... pero aquellos a los que nos enfrentamos tienen reinos enteros, cortes, ejércitos, ciudades. Imagina lo que debe ser ver todo eso amenazado, y saber que si pierdes lo mejor a lo que puedes aspirar es a una muerte rápida o a trabajar en Torres de Sabios Desgraciados.

—Veremos qué pasa una vez pongamos pie en la capital.

—Veremos...



El tren se detuvo en la estación de Nueva Jerusalén, un lugar espectacular e inmenso, construido con mármol y piedra, dónde había centenares de personas que iban y venían entre los andenes y los trenes. Arlet se quedó sin palabras ante tanta opulencia, no pudiendo hacer nada más que mirar con los ojos bien abiertos tanto derroche. No solo las personas iban y venían vestidas con joyas, oro y plata, sino que la misma estación era un derroche de riquezas: en las paredes había relieves hechos en oro o cristal, los cuales mostraban pintorescas escenas de la vida cotidiana en el palacio y los bosques del mundo, y, cada tanto, había bustos o estatuas de cuerpo completo hechos enteramente de mármol, los cuales estaban vestidos y adornados con joyas o coronas.

Allí se bajaron Lerek y su séquito, quienes fueron entonces reunidos con sus ganados. Arlet, que había viajado todo el tiempo con Lerek, se sorprendió de ver a los jóvenes con los que había compartido cabina la noche del intento de asesinato venir hacia ellos. Las gemelas, Perla y Bella, se dirigieron directamente hacia donde estaba su ama, Zeras. Las dos estaban que exploraban de energía, pero se notaba que se contenían en presencia de su señora. A Merekar se le acercó Sombra, quien no dijo nada, solo se puso atrás y a la derecha de su señor. Milagro, siempre educada y tímida, se acercó a Yafar, poniéndose a la izquierda de su amo en silencio.

—¿Ya estamos todos? —preguntó Lerek.

Su séquito sonrió y asentó con la cabeza.

—Entonces vámonos al palacio.

Pirámide de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora