Cuarenta

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«Easton amaba a Elise Fiori desde que tenía memoria. ¿Cómo no hacerlo si, para él, aquella muchacha de cabellos rubios y bonitos ojos cafés era la mujer más hermosa que alguna vez había visto? Y era tan genuina, su Elise, siempre riendo con los ojos brillantes y llenando de color los oscuros del mayor de los Harvet. Desde el primer momento en el que la había visto, cuando eran tan solo unos niños, él sabía que no amaría a otra mujer en su vida.

Porque su Elise era preciosa, tan viva como el día; tan risueña y a su vez, segura a imponente. Su carácter —decisivo y serio— fue lo que enamoró a Easton... y también, lo que le cobró la vida a Elise.

Fue esa llamada que recibió él la culpable.

Su pequeña bebé, Ría, había cumplido dos años tan solo unas semanas antes y los gemelos ya casi cumplían cuatro. Elise velaba a sus hijos desde la sombra del jardín, ambos niños corriendo uno tras otro y Ría, mucho más pequeña, viéndolos sentada desde la hierba. Mientras Milosh y Nishel eran la viva imagen de Easton, Lobríah era Elise, tan pequeña y rubia con sus grandes ojos negros... e imponente y seria, como cuando quería algo y ponía a todos esos fieros hombres Harvet a sus pies, dispuestos a complacer lo que la niña quisiese. Ría era la pequeña princesa de la gran casa.

Y Elise estaba atenta a sus hijos, observándolos bajo la sombra de la cabaña que antes fue un teatro de ballet y que Peerce Harvet había ordenado demoler, destruyéndolo cuando en aquel momento todo él quedó así, destruido.

En las manos de Elise, la que sostenía una taza de té, también había aquel tatuaje en cada dedo. Cada letra que, cuando cerraba las manos, formaba la palabra.

Fue ahí, ese día de febrero, que ella escuchó a Easton acercarse y, cuando giró a ver a su marido, supo que algo sucedía antes de que él dijese una palabra.

—Las han encontrado —había sido lo primero que había dicho Easton y a Elise se le cayó la taza de té, quebrándose en el suelo en un chasquido. Sus ojos cafés se habían llenado de lágrimas.

—¿Dónde? —exigió saber de inmediato— Dime dónde están.

Easton negó, todo él luciendo desesperado bajo la dureza de sus rasgos —No puedo. No es seguro, si te siguen, él podría encontrarte, a ti y a ellas...

—No puedes pedirme que no las busque —le había dicho Elise, los ojos vidriosos— ¡Es la hija de mi mejor amiga!

—¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no quiero ir a buscarla, también? ¡Es mi sobrina, Elise!

—¡No seas cobarde, entonces! —espetó la mujer y la voz le temblaba— Dime dónde están. Dónde están Aurora y...

Pero Easton la interrumpió, negando, firme a pesar de que tenía los ojos negros cubiertos de temor. Elise calló un sollozo, cubriéndose la boca con las manos mientras retrocedía, presa del dolor y la impotencia; y al dar un paso hacia atrás, un trozo puntiagudo de cristal se coló en su talón, cortando la piel y haciéndola sangrar.

Ahí, Easton fue de inmediato a sostener a la mujer, viéndola sangrar... y Elise lloró entre sus brazos. El mayor de los hermanos Harvet la sostuvo ahí, contra su pecho, a esa mujer que siempre era fiera y decidida, fuerte como una llama de fuego... y ahora, parecía ahogada en el dolor y la tristeza.

Easton, sin saberlo, sostuvo a su Elise por última vez aquella mañana de febrero, tan fría que el cielo lloraba en forma de copos de nieve.

Porque ella, tan fuerte y genuina, tan fiera, había tomado un auto por sí misma, encontrando la dirección y yendo por aquella chiquilla... pero nunca llegó, porque en las calles congeladas y frías, las llantas del auto fallaron.

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