Cuarenta y cuatro

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«Para su cumpleaños número dieciséis, Aurora afrontó la medianoche en su habitación, rodeada de libros, la luz escasa de la luna siendo lo único que inundaba la habitación... y sola.

No había nadie junto a ella aguardando por celebrarlo a su lado. Se había quedado sola.

Ese día, solo Ría llegó a su lado para celebrarlo. En la academia, nadie la miraba, nadie siquiera decía su nombre. Fue obra de los gemelos esa huida que hicieron a mitad del día, cuando la llevaron fuera del instituto, intentado distraerla. La primera vez que Aurora sonrió ese día fue cuando los herederos la condujeron hacia la casa de los abuelos en secreto y, cuando llegó ahí, descubrió que todos aguardaban por ella.

Sin embargo, pronto esa sonrisa se deshizo cuando sus ojos buscaron entre todo el jardín, curiosos, casi ilusionados... y luego se halló preguntando, su voz baja por la desilusión:

—¿Y Azael?

Ría pareció apenada, sus ojos alejándose de la chiquilla a la vez que negaba.

—...tal vez lo olvidó —dijo, la voz suave en lo que era un intento de consuelo. No lo fue: a Aurora las palabras se le clavaron en el pecho como astillas finas y filosas, doliendo hasta en la piel. La resolución de que su hermanastro (a quien tanto adoraba... y necesitaba) había olvidado su día, la hería como si le quebrara el corazón.

La menor de los herederos vio a la chiquilla encogerse en tristeza y aquello la llenó de desolación, pues, la verdad era que Lobríah si había buscado a Azael, avisándole de aquella fiesta sorpresa para los dulces dieciséis de Aurora... por lo tanto, Azael no lo había olvidado. Simplemente no había querido ir.»

(...)

«Pero Azael buscó a Aurora poco después, esa misma noche. Regresó a la casa de su padre —protegida como un castillo, rodeada de seguridad. Como si Mikahil tuviera el mismo miedo que un rey— por primera vez en semanas, nadie, ni siquiera los guardias o mozos, se atrevieron a mirarle a medida que subía las escaleras. Llevaba en su mano una caja pequeña, rectangular. Del tamaño de un libro.

Azael llegó a la habitación de la chiquilla como si sus pies lo guiaran solo a donde debía ir. Contuvo el aliento, solo por un segundo antes de entrar... y la habitación estaba oscura, fría. Casi tan quieta que parecía vacía, pero su hermanastra estaba ahí, dormida entre las sábanas claras y el aroma a manzanas. Él la miró, inmóvil desde la puerta, tanto tiempo que comenzó a doler. La quería tanto que le hería, incluso, mirarla.

Observó la habitación poco después, pues conocía a su muñequita, perezosa y tierna, distraído como ella sola podía: todos los obsequios que había recibido por sus dieciséis años permanecían sobre su tocador, sin desenvolver aún. Él se adentró, cerrando la puerta a sus espaldas y se acercó a dejar el libro.

Volvió a verla. La piel le cosquilló por acercarse.

Él lo hizo.

Se acercó a ella, sigiloso como había aprendido a ser, deseoso, tanto que le quemaba; y viéndola, dormida y tranquila, bellísima, solo pudo inclinarse a besarle la frente.

No podía tocarla. No podía verla; no podía, nunca, amarla.»

(...)

El obsequio de Azael para Aurora, por su dieciocho cumpleaños, fue una gargantilla.

Finísima y delicada, repleta de pequeñas incrustaciones que solo brillaban bajo la luz... él se la colocó en el cuello, apartándole los cabellos, rozándole con cuidado la piel. Una vez que se lo puso, ambos se observaron en el espejo de la habitación que le pertenecía a Aurora —con huellas de lo que recién habían hecho en toda su piel: desde las marcas en la espalda, las huellas de besos, hasta la sombra en los ojos— ...y los dedos de Azael trazaron la línea del cuello de Aurora, donde se unía a su hombro, donde partían sus clavículas, donde latía con fuerzas su corazón.

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