Era octubre. Aurora había cumplido catorce años y Azael quince, a inicios de año. Seguían en aquella gran cama, amplia y de cabecero alto, cubierto con finas cortinas doradas y, a pesar del espacio de telas de seda, ellos siempre dormían en el centro, en una sola posición: la cabeza de Aurora enterrada en el pecho de Azael, sus labios rozando su cuello y su nariz respirando sobre su mandíbula, los brazos de Azael envueltos en Aurora, agarrándola; refugiada ahí –y Azael se decía a sí mismo que era así en la única forma en la que podía sentir su temperatura, comprobar su respiración y los latidos de su corazón. Y entonces, sus pensamientos se desviaban a aquella cercanía entre sus cuerpos, aquella calidez y ese dulce aroma a manzanas...
—¿A dónde irás?
Su tono suave lo detuvo, Azael volteó con lentitud y aquella imagen —su cuerpo envuelto en sus sábanas, sus cabellos regados en la almohada y ojos verdosos entrecerrados por el sueño— le resecó los labios; desvió la vista. Había sido silencioso cuando se levantó de su lado con paciencia para no despertarla, cuidando de aquel sueño en que ella había caído luego de la cena, quedándose dormida mientras él le leía. Pero fue en vano, ella misma lo detuvo antes de que pudiese salir de la habitación, despertando y mirándolo con esa curiosidad inocente en medio de la bruma del sueño.
—Papá me pidió que me pasara por su despacho —trató de explicar y tuvo que carraspear por el tono ronco que había tomado su voz.
Aurora lo miró, sacudiendo sus parpados lentamente y dedicándole una sonrisa floja, dejando caer su cabeza contra la almohada.
—Ve. No tardes mucho, ¿Vale? Voy a tratar de esperarte despierta.
Él sonrió sin pensarlo y Aurora tomó su gesto, cerrando sus ojos por un segundo. Salió de la habitación después, con la cabeza pesada, esa vocecilla tortuosa susurrándole su condena y su cuerpo ardiéndole bajo la piel, exigiéndole regresar a su habitación y volver junto a ella, a tocarla; estaba tan perdido. Llegó al despacho de su padre y se descuidó de tocar, tratando de distraerse con el aspecto que el hombre tomaba. Mikahil siempre había sido un hombre brusco, de hombros y mirada alta que, en las noches, se encerraba en su despacho con una botella del más caro whiskey. A Azael no le sorprendió la botella de líquido ambarino en lo alto de la mesa caoba pero sí la forma en la que Mikahil se encontraba tenso, su cabeza posada sobre sus puños cerrados y la mirada profunda cayendo sobre él apenas entró.
—¿Sucede algo?
Los ojos negros —tan oscuros que era difícil diferenciar el iris de la pupila— se entrecerraron sobre él, su padre alzando la barbilla para lanzar una orden.
—Toma asiento.
Azael tensó su mandíbula, afilando sus rasgos con cautela. Su expresión se tornó con aquella frialdad y dureza natural que siempre portaba y solo se desvanecía delante de los ojos verdes de Aurora.
—Solo dime que sucede.
Mikahil desvió la mirada, tomó los papeles que descansaban en su escritorio. Se los extendió, sus nudillos estirándose sobre la mesa. Habían tatuajes sobre la piel. Las mismas letras que los tres hermanos compartían en la mano izquierda. Anna. Los ojos heterocromáticos se deslizaron hacia el documento y sin embargo, Azael no movió ni un solo músculo hasta que la voz de Mikahil, ronca con la dureza de su acento, pronunció:
—Es acerca de Aurora.
Azael dio dos pasos y lego tomó los papeles entre sus manos. Estas, inevitablemente y a medida que leía, comenzaron a temblar.
Ella había tratado, pero finalmente se rindió y cayó en el sueño. La comodidad de las sábanas, la calidez de su habitación y su aroma la adormecían, sumiéndola en tibieza y comodidad.
ESTÁS LEYENDO
Prohibido ©
Teen FictionY ella estaba ahí, mirándolo con aquellos ojos verdosos que parecían aclamar a gritos su inocencia, o hablándole en aquel tono bajo que a veces en sus más remotos sueños le susurraba su nombre, su promesa. Y lo conquistaba, lo seducía con aquellos...