Cuatro

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A veces le leía alguno de sus libros. A Aurora le hacía reír su acento, luego se quedaba con un gesto levemente feliz alzando sus comisuras mientras Azael estaba a su lado. Ella hablaba, casi siempre que podía hacerlo, su voz siendo un murmullo dulce y la atención del niño en ella. Mientras sus padres dormían, él le leía. O en ocasiones solo la miraba. Se aseguraba de que estuviese bien hasta que se quedara dormida. Y a veces también la observaba dormir, porque cuando lo hacía sus comisuras aún estaban levemente alzadas y sus mejillas sonrosadas, como si la niña aún en sueños sonriera. Él, tal vez, no podía alejar sus ojos de ella.

Y cuando Aurora pudo salir de la cama y caminar por sí misma, aunque solo en casa, él la siguió en cada momento; cauteloso y vigilando que no cayera. Y cuando estuvo en la calle la sostuvo siempre de la mano, ella misma riendo bajito, su voz convirtiéndose en un sonido alegre. Poco después, Azael también le sonría –pero solo a ella, no a alguien más. Llegó su consulta al doctor, él fue junto a ella. Llegó el reinicio de clases; él la tuvo a su lado, no dejó que se sentara más en una mesa apartada, se sentó junto a ella y junto a todos aquellos niños que ella conocía, los herederos. Azael no dijo ni una sola palabra, toda su atención en la chiquilla de cabellos rojos. Quien se convertía, lentamente, en parte de la nueva y gran familia Harvet.

Y eran, ahora, los herederos.

Pero ellos no pasaron aquellos detalles por alto, sus padres. Ambos adultos, recién casados y con la preocupación poco a poco apaciguándose en su pecho, lo rumearon un noche.

—¿Crees que...?

—No lo creo, lo espero. Ellos deben.

La expresión de la mujer se convirtió en alivio. —Ellos... Dios, Mikahil. Pronto se tratarán como hermanos.

El hombre respondió con una caricia a su mejilla. La besó tiernamente en los labios.

—Creo que ya lo hacen.

¿Cuán equivocados estaban, no?

Pero fue así, tal vez un poco más: no se separaban, ni siquiera para ir a dormir. Él la esperaba, tomaba su mano, la llevaba a donde fuera que fuese. Existía cierta intensidad en su mirada infantil siempre que no estaba con ella y terminaba buscándola, inquieto, solo pareciendo tranquilo cuando se adentraba en su habitación y ella estaba ahí, siempre la trataba en silencio, solo observándola cuando todos los demás lo hacían y luego, cuando estaban solos, la escuchaba hablar, su voz convirtiéndose en algo dulce para sus oídos. Aurora siempre soltaba risitas alegres cuando él entraba a su pieza mientras todos dormían y sus ojos verdes se ampliaban cada vez que lo escuchaba hablar, cuando él le leía su libro favorito hasta que se quedara dormida y después, mientras ella tenía sus ojos cerrados, él acariciaba la mejilla donde estaba la cicatriz que obtuvo por protegerlo.

Cada vez era más cálida la forma en la que la niña lo miraba y cada vez más delicada la forma en la que el chiquillo se aproximaba a ella, solo buscando tocarla para verificar que estuviera bien. Nunca la trató mal, nunca la volvió a ignorar. Cada vez era más correcta la forma en la que se acercaban, cuando Aurora abraza repentinamente a Azael por primera vez y luego, cuando el chico dejó de estar quieto para sostener cuidadosamente a la niña de vuelta. Eso, juntas sus pieles y sostenerse, se hizo un poco más usual. Más natural.

Cuando la noticia del secuestro se sosegó y el tiempo pasó, semanas después, fue cuando ambos recibieron el título de hermanos verdaderamente.

Regresaban a la gran casa de los Harvet, donde había sucedido la boda y también el secuestro, donde su madre había trabajado como sirvienta por tres años y ahora regresaba por primera vez como una de ellos. Las dos como unas Harvet. Aurora temblaba cuando se bajó del automóvil, su mirada yendo hacia la parte trasera por instinto, buscando el lugar donde habían sido raptados... hasta que su mano fue tomada con fuerzas por la del niño, ambos uno junto al otro.

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