Veinte

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«No fue solo Thomas; Earlier Harvet también se había dado cuenta.

¿Cómo no iba a hacerlo? Si cualquiera podía verlo. Cualquiera podía la forma en la que se miraban, y en la que se tocaban, y en la que parecía que no podían separarse el uno del otro. Como si no hubiera diferencia y fuera imposible ver donde terminaba Aurora y comenzaba Azael.

Ellos se habían dado cuenta.

Sin embargo, los adultos no. Los hermanos Harvet parecían solo ver la forma en la que Azael la cuidaba como si fuera de la misma forma en la que los gemelos cuidaban a Ría, o Thomas a Earlier. Como si ellos solo pudieran verlo así, como familia... como si Aurora y Azael realmente lo fueran.

Cuando Earlier tenía ocho años, ella había escuchado a su madre hablar en susurros con la abuela. Hablaban sobre la chiquilla hija de una sirvienta, que había comenzado a vivir en la gran cabaña tras la casa. Esa cabaña que una vez antes había sido un pequeño teatro de ballet.

Y a Earlier siempre le había causado desconfianza aquella chiquilla, Aurora. Desde el primer momento en el que la había visto..., porque Earlier había notado la forma en la que todos la miraban. Como si Aurora fuese algo más. Algo más que la hija de la sirvienta; Emma y Peerce, y los hermanos, la veían de otra forma.

Y luego, cuando la sirvienta se casó con su tío Mikahil y pasó a ser Ariah Harvet, y la chiquilla también se convirtió en una de ellos, apegándose al instante a Azael como si fuesen la misma espina de la rosa... a Earlier la desconfianza se le convirtió en preocupación y sospecha.

Una sospecha que la mantuvo alejada, solo observando. Mirando la forma en la que Azael y Aurora se miraban, y luego, años después, se alejaban. Y como cuando Aurora no miraba a Azael, él la veía a ella. Y cuando él huía, Aurora lo miraba.

Earlier vio todo aquello. Siempre observando a la distancia.

Así, fue como los encontró besándose en el gran jardín de la casa, cerca de los rosales rojos.»

(...)

No había forma en la que, cuando Azael tocase a Aurora, lo hiciese con algún tipo de dureza. Sus manos —con cicatrices en los nudillos y huellas de sangre en los puños— se habían creado para sostenerla con cuidado y aprecio, fuese donde fuese; cuando le tocara la piel de las manos, sus mejillas... o cuando la tomara por las caderas. Él sería incapaz de alguna vez hacerle el más mínimo daño.

Aurora era una muñequita. Preciada y hermosa. Suya.

No había forma en la que él pudiera agarrarla toscamente... ni siquiera cuando, con prisas, tiró de ella, corriendo a esconderla. Cuando la encerró entre sus brazos y la llevó tras la cabaña, arrinconándola contra la pared para ocultarla, para ocultarlos a ambos.

Y Aurora, que siempre había sido tan suave e imperturbable, no abrió sus ojos hasta que su espalda chocó contra la pared y el cuerpo de Azael se cernió sobre ella, protegiéndola. Ella exhaló con sorpresa, entreabriendo sus labios rojizos y húmedos por la otra boca que había tenido encima; y él, tan cerca —tanto que sus pechos chocaban y Aurora se escondía en su cuello, los brazos de Azael a su lado y sus respiraciones mezclándose— le llevó una mano al rostro, colocándosela en los labios. Suavemente presionando o tocando, tal vez, le pidió que guardase silencio.

—¿Aurora? —se escuchó nuevamente, un poco más cerca y Aurora elevó sus ojos, buscando los de Azael con una expresión asustada— ¿Estás ahí?

Pero Azael se mantuvo quieto, impasible. Observándola a los ojos aún con un dedo en sus labios, pero ahora se deslizaba suavemente, trazándole la línea rojiza. Aurora jadeó, bajito. Azael tenía los ojos tan oscurecidos que el gris lucía ya como un azul oscuro. Ella alzó el rostro, solo un poco, solo para que Azael barriese su dedo pulgar por su labio inferior, arrastrándolo...

Prohibido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora