Uno

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Había cierta familiaridad con los gritos que provenían de algún rincón de la gran casa, convirtiendo las paredes en papel y permitiendo así que cada palabra llegase con total claridad a sus oídos, a veces convertidas en susurros, en otras como un fuerte chillido doloroso. Ella solo cerraba sus ojos, abrazándose a sí misma y cubriendo su rostro con sus manos como si eso pudiese protegerla.

Siempre era así, al menos, en esa parte del año. Cuando septiembre acababa y octubre anunciaba su presencia la gran residencia se veía sumida en la tensión, las discusiones y los gritos. Se convertía en un desorden de un hombre y una mujer gritándose el uno al otro en el piso de abajo, llorando, abatiéndose como si fueran enemigos cuando en realidad eran amantes.

Y antes todo era más fácil, sí, cuando ella creía que solo tenía que cruzar el pasillo, dar tres toques leves en su puerta y luego asomarse, para encontrarlo ahí en el bordecillo de la cama sentado, esperando por ella. Cuando pasaba adentro, él abría sus brazos y la sostenía entre ellos, llevándola a la cama y acurrucándola entre sus sábanas y su aroma, creando una barrera que los protegía del resto del mundo, de los dos seres ahí abajo; el padre de él, la madre de ella. Su cama se convertía en un refugio donde nadie los interrumpía y todo parecía desaparecer, solo eran ellos dos, sus cuerpos entrelazados y sus manos juntas.

Pero, aquello no sucedía, todo había cambiado. Lo había hecho hace mucho.

Y a ella solo le quedó acomodarse en su cama, abrir los ojos y mirar a través de la gran ventana de cristal que daba vista a los grandes jardines y al estanque. Trató de distraerse, pero ni siquiera eso lo pudo hacer. Jugueteó con sus dedos, tiró del bordecillo de su sábana, la ansiedad la consumía y se arrastraba por su piel, las palabras cosquilleando en sus oídos. "Es tu culpa. ¡Tu maldita culpa!" escuchó desde abajo y dejó ir una exhalación lenta, cualquier idea de bajar a hablar con ellos se esfumó de su cabeza. La cicatriz diminuta en su brazo ardió internamente, como si le intentara recordar lo que había sucedido la última vez que lo hizo.

Se levantó, la sensación del suelo frío bajo sus pies la hizo ponerse en puntillas, la piel desnuda amortiguando el sonido cuando caminó hacia su puerta y asomó levemente la cabeza; miró aquella al otro lado del pasillo, a pocos metros, completamente cerrada. Él ni siquiera estaba en casa esa noche. Ya no lo hacía. Sintió su pecho hundirse, y sus ojos picaron. Era casi medianoche. Y entre todas aquellas ganas que sentía de verlo, de poder hablarle, de abrazarle, sintió ganas de llorar.

Volvió a su cama, trató de calmarse. Cerró sus ojos. No lloró, estaba cansada de llorar por él.

Aurora no hacía deportes, no era la popular ni la estudiosa que se escondía tras los libros, ni siquiera se destacaba en las clases, o era lo suficiente guapa como para llamar la atención. No era muy sociable, ni divertida, y tampoco tenía algún talento oculto o algo que la hiciese especial a la hora de mirarle. Nadie la consideraba como algo más que un término medio, la chica que no notarías pasar a tu lado a excepción de que la conozcas. Pero, aun así, las apariencias engañan. Y todos conocían a Aurora, a ella y a quien fuese que tuviera su apellido.

Ella era intocable en Hussell Private College. En Londres, en New York, en Paris. Cualquier Harvet lo era; y Aurora era una ante todos.

Tal vez esa era la razón por la que nadie se cuestionaba porqué ella no hacía deportes, nunca tomaba un balón o daba las clases de Gimnasia, ni siquiera corría. Ella solo llegaba, daba una mirada hacia donde se encontrase el entrenador y le dedicaba un saludo lejano y sutil, alejándose luego hacia las gradas con un libro en manos. Se acomodaba allí, sus manos pequeñas y menudas pasando las páginas y su atención perdida en algún mundo, a veces, alguna chica de un largo cabello rubio y ojos negros sentada a su lado, solamente ahí. El resto del tiempo, Aurora Harvet estaba sola, a pesar de tenerlos a ellos -los Harvet, la familia más poderosa de aquellos tiempos, su familia- tan cerca. Casi rodeándola.

Prohibido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora