«Cuando Aurora cumplió quince años, los Harvet habían decidido celebrar una pequeña y privada fiesta en su honor —y porque, además, siete días después cumplía Ría y, tan solo un mes luego, Azael—. Eran inicios de año y habían arreglado un salón de fiestas cerca de la gran casa, a diferencia de las otras galas, esta era meramente familiar, tan solo unos pocos invitados además de los mismos Harvet.
Ariah le había obsequiado a Aurora un vestido finísimo, largo y ancho, inspirado en el corte princesa y el renacimiento. Era de un rojo muy claro y suave y tenía, sobre la falda abultada, rosas negras. Era precioso y a ella le quedaba muy bonito, pues también le habían arreglado los cabellos, recogiéndolos en una trenza de tal forma que solo pequeños rizos cayeran por su espalda y además de eso, la habían maquillado por primera vez, al igual que a Ría, que entraba tomada de su brazo.
Aurora se sentía tan bonita cuando se adentró en el salón de fiestas que habían preparado para ella —y, supuestamente, para Ría y Azael—... se sentía como una princesa. Por la forma en la que todos la miraron, cayendo en ella, sonriéndole, casi admirándola. Se sentía cálida, de alguna forma, feliz.
Pero hasta que, para ese entonces, lo primero que hizo Aurora fue mirar a Azael, tan solo para ver si él la estaba viendo, si a él le gustaba... pero Azael no la veía a ella. Parecía ni siquiera querer mirarla, en realidad.
Antes de que su gesto se opacara con decepción —y tristeza, pues sentía cada vez más a su hermanastro tan lejos y distante, como si la detestara, como si no aguantara estar cerca de ella— la atención de Aurora fue hacia los líderes Harvet que se acercaban a ella, observándola con un brillo desconocido en los ojos... y Emma fue la primera en tomarla entre sus brazos, abrazándola con tantas fuerzas que Aurora tuvo que reír mientras la mujer le murmuraba algo en el oído.
—Tan preciosa... —le decía muy bajito y la muñequita sonreía, dulce y cálida, sin percatarse de la mirada de Peerce sobre ella... y de todos los hermanos. Sin percatarse del gesto lejano de cada uno de los Harvet; porque en el rostro de Emma Harvet habían lágrimas mientras sostenía a la chiquilla pelirroja entre sus brazos.
Y es que después, mientras Peerce Harvet le entregaba el anillo de la rosa a la chiquilla, los tres hermanos se sostuvieron entre ellos, Kaethennis entre ambos hombres, Easton observando a su padre, Mikahil a Aurora. Kaethennis susurró, solo para que ambos escucharan:
—Calum no se atreve a venir —sin siquiera verlos para saber su reacción— ¿Pueden culparlo? ...Ni siquiera yo puedo estar aquí... y verla, a veces.
—Kaethennis —murmuró Easton, casi con dureza, intentando acallar a su hermana.
Pero ella sacudió la cabeza, negando —Es idéntica. Solo mírala.
Hubo silencio entre los tres hermanos. Segundos o minutos, tal vez, pero cuando volvieron a hablar, fue Easton quien lo hizo en un murmullo ronco, serio... y mirando a su hermano menor.
—¿No poder verla? —espetó y ambos, Mikahil y Kaethennis, lo miraron con las copas de vino pesarosas en sus manos—... la única verdad, es que no podemos dejar de hacerlo. Ella está aquí por nosotros. Es lo único que nos queda... después de todo, es nuestra culpa. ¿No?
Mikahil tensó la mandíbula, completando la frase de su hermano, mirando a la bonita muchacha que reía entre los brazos de Emma, tan pequeña y tierna como una muñequita.
—Lo es —y asintió, dándole un trago a la copa, vaciándola. Kaethennis miró a su hermano con tristeza cuando le escuchó decir aquello.
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Prohibido ©
Teen FictionY ella estaba ahí, mirándolo con aquellos ojos verdosos que parecían aclamar a gritos su inocencia, o hablándole en aquel tono bajo que a veces en sus más remotos sueños le susurraba su nombre, su promesa. Y lo conquistaba, lo seducía con aquellos...