Trece

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(...)

«—¿Qué estás haciendo? —Aurora se asomó a la puerta, pestañeando varias veces mientras se adentraba, la mirada cubierta por curiosidad infantil.

Azael detuvo sus movimientos de inmediato, volteando a verla. Estaban en aquella gran sala de su nueva casa, donde había equipos y pesas... Azael le había explicado que era un gimnasio. Donde su papá se entrenaba y, también, donde su viejo maestro chino japonés, le solía corregir siempre le daba clases.

El niño de once años la miró, su respiración agitada. Tenía todos los cabellos negros revueltos y Aurora se acercó hasta que sus pies —descalzos a pesar de que Azael siempre le atase las zapatillas— chocaron contra la base de un gran espacio cuadrado, donde el niño estaba.

—Entrenar —le respondió él simplemente. Aurora frunció el ceño en una mueca infantil adorable.

—¿Para qué es? —le preguntó. Luego se dejó caer a los pies del cuadrilátero, cruzando las piernas y enterrando los codos para sostenerse el rostro. Azael la miró desde arriba, suavizándose. Tornándose suave a la hora de explicarle a la niña.

—Para enseñarle a mi cuerpo a defenderse. Estoy aprendiendo —le dijo.

Azael, a ciencia cierta, detestaba tener que explicar algo. Más que ser un niño arisco, él simplemente detestaba hablar más que lo necesario. Lo frustraba. Aurora sabía cuántas veces habían discusiones con el resto de los niños porque Azael simplemente no quería hablarles... pero luego se dirigía a ella, respondiéndole con un deje flojo de suavidad, escuchándola hablar... y contestándole cualquier cosa que la niña preguntase. Porque Aurora era una chiquilla curiosa y Azael siempre la miraba, respondiendo atentamente a lo que fuese que preguntase con paciencia y dulzura. Cierto cariño colándose por el tono frío de su voz mientras la tocaba, siguiendo con sus ojos lo que fuese que ella señalase.

No había algo que Azael le negase a Aurora.

—¿Para qué aprendes? —preguntó Aurora un tiempo después, cuando Azael le dijo que lo nuevo que aprendía por ahora se llamaba «karate-Do».

Él detuvo sus movimientos en el aire y Aurora hizo un puchero, sus ojos verdes amplios mientras lo observaba sentada sobre el piso. Le agradaba la expresión que ponía el niño cuando tiraba sus manos en el aire y hacía todos esos movimientos extraños —que ella le veía hacer en las mañanas al hombre que lo enseñaba, que ella desconocía que era un profesor de artes marciales antiguas, destinadas plenamente a la práctica miliar o defensa personal— y el rostro de Azael se tornaba bonito. Lo era. Frío y con muecas duras hasta que volteaba a verla.

Como ahora. Cuando lo hizo, girando a ver a la niña de cabellos rojos desastrosos y grandes ojos verdes, toda la dureza se desvaneció de los ojos heterocromáticos y se vio reemplazada con suavidad y afecto. Aurora le sonrió pequeñamente... y Azael se inclinó sobre ella, mostrándole sus puños cerrados.

—Un día —le dijo— podré protegerte con estos. Y no dejaré que nadie te haga daño nunca más.

Aurora lo miró, sus puños en alto... y luego tiró sus labios de cereza en una risita pequeña y feliz, confiando en ello. Creyendo en las palabras del niño sobre protegerla.»

(...)

Aquel hombre con el que se enfrentaba lucía gigante y tosco, él, a su lado, parecía un niño. Era ridícula la confrontación... pero lo que ese hombre tenía en musculatura, Azael lo ganaba en agilidad y rapidez. Aunque también era alto —alcanzaba casi el metro con noventa— y a simple vista se veía que tenía fuerza, Azael tenía conocimiento de cinco artes marciales y técnicas de defensa personal —Mikahil Harvet le había contratado un entrenador de cada una de ellas apenas cumplió once años y pasó un tiempo después del secuestro. Indispuesto a correr el riesgo de que alguien más dañase a su niño, Azael fue entrenado intensamente hasta que fue llevando al nivel de un atleta experto en «kickboxing» y mostrándosele, además, tácticas de «karate-Do», «San Da», «Kenpo» y «Jiu-jitsu»— por lo que aquel chico de apenas dieciocho años se había ganado su fama... no era llamado Bestia solo por un juego.

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