Cuarenta y tres

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Para la primera noche de enero, Azael Harvet se adentraba a Paradise escondido entre las sombras de los cuerpos sudorosos y perdidos que se hundían bajo las luces rojas. Nadie lo miraba y, quien lo hacía, apartaba sus ojos de él de inmediato. Comenzaban a conocer su rostro ahí, lo que significaba él y su nombre... y aquello no le convenía, en lo absoluto. Si había algo que favorecía a los demonios —y a las Bestias— era su cautela. Él no podía perder la suya.

Existía ese temor horrible al fondo de su cabeza, como una amenaza; a medida que la última noche de la Cripta se acercaba, crecía. Confiaba en que Anker cumpliría su parte del trato antes de que ese día llegase, pues, de no hacerlo... alguno de los dos acabaría con el otro.

La primera noche de enero, Azael Harvet se adentró a Inferno para ver a Anker pelear. En silencio, con el miedo pudriendo el aire, arrebatándole el rastro de la sensación placentera que traía encima, desvaneciéndole los últimos trazos de la presencia de Aurora que le quedaban porque, antes de llegar ahí, la había dejado sola, en la cama que Emma Harvet le aseguraba a ella y él tomaba. Cada músculo tenso de su cuerpo anunciaba por sí mismo la amenaza que era su presencia; le sumaba esa sensación de que ahí, le mentía al mundo con tanta maldad que casi resultaba inhumano, eso siempre lo había hecho.

Pero ahora, también estaba engañando a Aurora.

Cuando la primera pelea de esa noche de La Cripta comenzó, Azael recordó la última imagen que tuvo de su chiquilla: dormida, con los cabellos regados sobre la piel, cubriéndole el pecho desnudo, respirando con su boca de cereza entreabierta, esa que tanto él había probado, gustado y mordido...

Para poder protegerla, él debía pelear.

Y conocía el castigo de ello.

(...)

La mañana del cinco de enero Aurora despertó en cuanto una de las mucamas le abrió las cortinas. Al instante en el que la luz inundó la habitación y ella abrió los ojos, todo lo que pudo ver fueron rosas.

La chica de servicio de sonrió, ladeando la cabeza y murmurando algo que ella no entendió debido a la bruma de sueño. Poco después, cuando la mucama salió de la habitación, ella se sentó sobre la cama, arrugando las sábanas suaves y sedosas... y se dio cuenta que ese lado de la cama donde Azael había dormido estaba vacío.

Lo último que ella recordaba había sido el beso suave que él le dejó en la frente, poco antes de caer dormida y el murmullo ronco que le había acariciado la piel: «Feliz cumpleaños, ángel.»

Pensó que lo había soñado, cada parte de los últimos días, desde que llegó en vísperas de año nuevo a la gran casa de los Harvet, junto a todos los días que había pasado ahí hasta la noche anterior, en esa habitación donde no parecía no haber riesgos, donde podría tener a Azael —y él tenerla a ella— tanto como quisiera; ahí, donde le había hecho el amor con tanta ternura como nunca. Aunque hubiese despertado sin él, que nunca le gustaba hacerlo, Aurora se sentía tan liviana y tibia como nunca; lo suficiente para olvidar cualquier caos en su cabeza, rodeándola. Se desvaneció al instante en el que las rosas inundaron su habitación, obsequio de, probablemente, Peerce Harvet. Él siempre le mandaba rosas cada año.

El cinco de enero, Aurora cumplía años.

Para cuando se levantó de la cama y corrió para el baño de la habitación, pudo ver sus propios ojos brillosos, el júbilo de sus mejillas rojas y de la sonrisa inconsciente en sus labios. Se arregló, llenando la tina de agua y, antes de meterse, dejó caer pétalos rojos en el agua. Se mojó hasta los cabellos, se enjuagó la piel de las caricias que le quedaron de la noche anterior, guardándolas bajo sí, manteniéndolas solo para ella. Olía a manzanas cuando salió de la tina, vistiéndose con el vestido blanco más bonito que encontró. Su tibieza rozaba la contentura, cuando fue a abrir la puerta de su habitación para salir, Ría estaba ahí fuera, con la mano en alto como si fuera a llamar, el rostro libre de maquillaje, preciosa como nunca... y en cuanto la vio, estalló de felicidad, tomando a Aurora casi al instante entre sus brazos.

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