Doce

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—¿Y qué hago luego?

Kai la miró, ladeó la cabeza.

—De ahí en adelante es tu propia decisión.

—¿Qué?

—Solo te puedo ayudar hasta un punto, Aurora —le habló en tono bajo— Verás lo que quieres ver allí. Eso es todo lo que necesitas saber.

Quiso reírse. ¿Ya? ¿Eso era todo? La risa seca y dolorosa quemó en su garganta, sin embargo, terminó poniéndose de pie, cubriendo su rostro, caminando por toda la habitación. Estaba terriblemente confundida, perdida...

Oh, ella era un lío, un torbellino de emociones donde la confusión, la inquietud, la inseguridad; el miedo abrazándola con frialdad. Todas esas emociones la abarcaban, agobiándola, haciéndola evaluar las miles de posibilidades que tenía a su alcance... y luego haciéndola sentir tan pequeña.

—¿Y si algo sale mal? —le preguntó, dudosa— ¿Y si alguien ve que no pertenezco allí?

Kai se levantó con cuidado —esa suavidad en sus movimientos que advertían que todo era pensado, realizado con cuidado—, sacudió su falda dejando caer el polvo del césped. Aurora notó el columpio balanceándose con el aire, su cuerpo se impulsó por ir a detenerlo. Kailín fijó la mirada en ella, sus ojos marrones luciendo indiferentes, casi tranquilos.

—El viernes en la noche —repitió ella, cruzando las manos en su regazo—Mañana. Es tu última oportunidad para verlo, sino, tendrás que esperar.

—¿Esperar qué?

—El próximo encuentro.

Negó, dejó escapar una exhalación ahogada.

—Esto no tiene sentido —murmuró.

—Nada lo tiene—fue lo único que le contestó—Aún así, Aurora, ¿Lo harás?

Levantó la mirada al instante, sus ojos chocaron con los orbes mieles que esperaban una respuesta. Tembló en su sitio, entreabrió sus labios con el aire río que expulsaban sus pulmones. Todo dentro de ella se revolvió bruscamente. ¿Lo haría?

Y la tarde pasó. Llegó Pierce en su búsqueda y no la vio más; Kailín desapareció con audacia y práctica, como si nunca hubiera estado ahí en primer lugar. Como si nada hubiese sucedido y solo el viento y la hierba fueran testigos de aquello. Cuando la volvió a ver, estaba en compañía de Willow y la miró, a lo lejos, los ojos oscuros sabiendo más de lo que decía.

Salió de la academia casi como si fuera el aire la que la condujera, empujándola por los hombros. Lucía perdida y Pierce, con los ojos ancianos preocupados, lo notó. No dijo nada, solo le abrió la puerta del conductor con un gesto silencioso —un tiempo después, el hombre la vería salir en medio la noche a buscar un taxi a lo lejos, en medio de la oscuridad, y luego ser conducida al infierno...

La gran casa estaba vacía. Las mucamas se apartaron apenas llegó, desapareciendo de su vista. Cuando ella subió las escaleras de mármol con parsimonia, poco después adentrándose a los pasillos del ala este, escuchó un grito.

Entendió. La gran casa no estaba vacía y las mucamas no se apartaban por respeto; no, lo que sucedía iba más que ello: en una esquina de aquellos pasillos, a mediados de octubre, la mujer y el hombre se abatían. Lo hacían pensando que nadie los escuchaba, desempolvando sus viejos secretos y usándolos como el filo de una daga, uno contra el otro.

...Una vez, Aurora había escuchado a su madre gritar «—¡Es mi hija! ¡Mía!» y sus pies habían corrido por sí mismos, descendiendo por las escaleras con torpeza; y cuando se adentró a la sala de luces amarillas y pisos alfombrados, lo hizo al mismo tiempo en el que Ariah le lanzaba una copa de vidrio a Mikahil... pero Mikahil se apartaba de golpe y la copa se estrellaba contra una pared, justo al lado de Aurora y se quebraba en mil trozos, el contenido —un viejo y ambarino whiskey escoses— derramándose en mil direcciones y cayendo contra su ropa... y un trozo de cristal, diminuto y afilado, se encajó en su brazo y cortó, derramando sangre.

Prohibido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora