Cuarenta y seis

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Aurora leía con calma uno de los nuevos libros que había tomado de la biblioteca de Azael. Su carátula era verde y no tenía nada más que el título, pues su autor era anónimo. Se encontraba perdida en aquella historia llena de fantasía —ahí se contaba la historia de la única vez que habían castigado al Diablo: encadenaron su alma a la del ángel más puro y bello del reino de Dios y luego, habían convertido aquella criatura en humana, condenándola y atándola a un mundo de pecados y males donde poco a poco fue tan lastimada y herida que su alma se redujo a cenizas y con ello, el único destello de amor que alguna vez el Diablo había sentido. Sus alas cortadas, su pureza quemada y su inocencia perdida... era la historia de la única vez que el Diablo había amado— ...y la chiquilla pelirroja se había hallado tan entretenida en aquellas páginas que, cuando la puerta de su alcoba se abrió a medianoche, no pudo evitar sobresaltarse. Se había olvidado de la hora.

Se sorprendió de ver a su hermanastro ahí, en la gran casa. Azael le indicó que hiciera silencio con un leve ademán hasta que cerró la puerta tras él. Se acercó hacia ella con calma, mirándola de arriba abajo. Su muñequita vestía uno de esos pijamas de dos piezas de color azul, enterrada bajo las sábanas blancas sedosas con el cabello trenzado. Él nunca la encontró tan hermosa como en ese momento.

—No sabía que habías llegado —le comentó ella, susurrando aún cuando no había necesidad. El ala de habitaciones donde estaba la de Aurora estaba desierta y, con la puerta cerrada, era todo más seguro. —¿Qué haces aquí?

Azael se contuvo antes de responderle, deseando besarla y así lo hizo, se agachó a su lado hasta quedar a su altura y buscó sus labios, besándola suavemente. La sintió tibia contra su piel.

—Quería verte —fue lo único que él le dijo. Era lo que siempre le decía cuando iba a verla a mitad de la noche. Aurora sonrió, apartándose para que él se sentara a su lado.

Azael se percató del libro. Enarcó una de sus cejas —era increíble lo varonil y atractivo que cualquiera de sus gestos podría resultar— y mirándola, inquirió, juguetón solo con ella:

—¿Eres una pequeña ladrona? —le preguntó, sonriendo tan solo con una de sus comisuras.

Aurora río suavemente, sin avergonzarse —no con él. ¿No era acaso todo lo de ella suyo, como era todo lo de él de ella? — y asintiendo. Ladeó la cabeza.

—Acúsame —lo retó. Azael se inclinó hacia adelante, sin llegar a rozar sus labios.

—¿Quieres probarme? —él le devolvió la jugada y Aurora lo miró a los ojos, comenzando a ruborizarse. Antes de que pudiera responder, Aurora le dio un besito. Corto y dulce, de los que ella solo entregaba a él.

—Dime dónde estabas —ella le recordó el hilo de su pregunta una vez que se separó. Azael parecía atento en ella aún, mirándole los labios. Poco después, alzó la mirada hacia sus ojos.

Oh, ¿Cómo le decía a Aurora que él, en realidad, había ido a buscarla porque necesitaba tenerla en su piel, quitándole ese aroma a viciado que le dejaba Paradise e Inferno cada vez que iba ahí? Llevaba toda la noche entrenando, con Anker, cuando no pudo más: era cómo si aquel lugar se le pegara a pellizcos en la piel, contaminándolo y siendo para él su única solución ir hacia ella. Se había convertido en ello, un manojo de debilidades e impotencia, más que ira y furia. Detestaba ese lugar tanto como odiaba lo que significaba. Estar ahí no solo significaba una amenaza para los Harvet —para él mismo— sino, para ella. La muñequita que una noche había ido a buscarlo ahí y, con ello, se había mostrado ante todos esos dementes que visitaban el Círculo.

Él negó, besándole la corona de cabellos rojos sobre la cabeza.

—De ningún lado —le mintió, acercándose para rodearla con sus brazos. Ella se rindió un poco, apaciguándose contra su pecho.

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