«Ariah Gallone no había querido creerlo en un inicio, pero estaba ahí. Ella lo veía por la forma en la que ellos se miraban, se tocaban... y se besaban. Lo que era un gesto repleto de inocencia y castidad, a los ojos de la mujer lució como el más aterrador de los hechos.
Ella sostenía en sus manos un sobre que le había enviado el antiguo fotógrafo de la familia. Allí estaban un par de imágenes de las celebraciones y galas de los últimos cinco años que se habían perdido entre muchas. Eran tantas, demasiadas; pero solo un par de fotografías llamó la atención de Ariah.
Ahí, su chiquilla tenía tan solo trece años y él catorce, pero estaba esa forma en la que la rodeaba con un brazo por la cintura, en la que ella lo miraba a él, en la que él le besaba la cabeza...
Ariah lo supo.
Lo hizo mientras sostenía esa fotografía de Aurora y Azael mirándose.
Había más. En todas se tocaban —como si fuera imposible el hecho de estar alejados— en todas se miraban, a veces él la besaba, a veces ella sonreía con las mejillas rojas de tanto reír. Pero había algo ahí. Ella podía casi tocarlo con la punta de los dedos.
Y Ariah Gallone simplemente lo supo.
Pero aquello... aquello, la forma en la que Aurora y Azael se veían, era más que prohibido.»
(...)
Azael Harvet solo había sentido ese tipo de miedo tres veces en su vida. La primera vez fue cuando, en la boda de su padre, fue raptado. La segunda, cuando Aurora tuvo un presagio de su enfermedad. Y, la tercera, cuando vio a la chiquilla de cabellos rojos caer por las escaleras.
Y es que aquello era una sensación fría, ese miedo. Del tipo de frío que de pronto se despeja y lo que queda es arrasador, tan rápido que es el terror quien empuja por los hombros. Tan dañino que luce como si los huesos se le clavaran en el corazón.
Azael no quería dejar de sostenerla nunca más. De repente, sentía el terror crudo y helado de dejarla caer.
¿Y si se quebraba?
No como la porcelana, no como una muñequita... sino como su alma. ¿Las almas son tan frágiles y fáciles de romper, no?
En ese instante, ella —su alma, su ángel— se le acurrucaba contra el pecho, encogida y temblorosa, rota en llanto. Las lágrimas que se le escapaban de los ojos comenzaban a quemarle la piel.
Antes de que él pudiese notarlo, estaba en su habitación. Esa, la que una vez había sido de ambos. No tuvo tiempo de pensar en ello, porque la estaba dejando sobre la cama, con cuidado y miedo; sintiendo lo dañino que era no estarla rodeando con sus brazos. El aire frío lo rodeó cuando la soltó.
Y luego, ella lo miró con los ojitos verdes brillosos en lágrimas y tristeza, las mejillas rojas y húmedas, un rastro de desolación en el mohín de los labios. Él le sostuvo el rostro con una delicadeza que desconocía y, sin decir una sola palabra, le comenzó a secar las lágrimas con los dedos.
—Lo siento —él murmuró suavemente, con la misma angustia. Como si lo que ella sintiese le perteneciera también— no dejaré que te vuelva a hacer daño.
Aurora se quebró en sollozo.
—Ella no quería —dijo, la voz temblándole y rompiéndose al final.
Azael asintió —Lo sé —le dijo—. Ella no quería.
(...)
«A Ariah le temblaban las manos con aquella fotografía tomada torpemente entre los dedos, casi cayéndosele cuando corrió escaleras arriba y cruzó pasillos, atravesando habitaciones hasta que al final, empujó una puerta de madera oscura. Y luego se adentró a una habitación de aire frío, espacio amplio y, en el centro de toda esta, tras un gran escritorio en lo alto de la silla como si se tratase de un rey, Mikahil alzaba los ojos para verla.
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Prohibido ©
Teen FictionY ella estaba ahí, mirándolo con aquellos ojos verdosos que parecían aclamar a gritos su inocencia, o hablándole en aquel tono bajo que a veces en sus más remotos sueños le susurraba su nombre, su promesa. Y lo conquistaba, lo seducía con aquellos...