Prohibido

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«¿Sabes lo que escuché?

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«¿Sabes lo que escuché? ...Que Azael Harvet tiene un punto débil... la gran Bestia está caída por su pequeña y dulce hermanastra. Aurora.»

.

...Ella estaba ahí, mirándolo con aquellos ojos verdosos que parecían aclamar a gritos su inocencia, o hablándole en aquel tono bajo que a veces en sus más remotos sueños le susurraba su nombre, su promesa. Y lo conquistaba, lo seducía con aquellos ojos verdes, o con el suave tono de su voz. Lo incitaba a pecar, porque ella... ella significaba lo prohibido.

Azael Harvet trataba de alejar sus ojos de ella, de ignorar el cosquilleo de sus manos por tocarla o la necesidad de su cuerpo de sentirla cerca. Crecieron juntos, como hermanos. En realidad, estaban lejos de serlo; sus padres se habían unido años después de que ambos nacieran convirtiéndolos en algo que, definitivamente, Azael detestaba: hermanastros. No lo odiaba por el hecho de haberla conocido -¡No! Conocerla fue lo único que valió la pena- sino que, a ojos de todos, Azael y ella eran hermanos.

Y Azael estaba cansado de aquella palabra, oírla era su sentencia, creerla era su castigo cuando ella, su niña de ojos verdosos, era su mundo. Más que su amiga, más que su hermana, más que su confidente. Era una parte suya, aquella latía y bombardeaba sangre a cada parte de su cuerpo.

Y ella...

Ella lo odiaba, él merecía ser odiado, se lo había ganado; lo había hecho cuando, de repente, le decía que su presencia -aquella que siempre venía cargada de su calidez y aquel dulce aroma a manzanas- era repugnante; o que ella -con esa sonrisa suave y los ojos brillosos- era tan monótona e insípida como para avergonzarlo en público. La había alejado, y ella, aunque al principio parecía imperturbable, poco a poco fue alejándose, y no faltó mucho para que ambos se vieran como desconocidos, como personas que a pesar de vivir en la misma casa no eran capaces de mirarse a los ojos, o estar en la misma habitación.

Y, contrario a como Azael había idealizado, su cuerpo no hizo más que reclamar su presencia, sus manos demandaban tocarla, sus brazos rodearla, sus labios besarla; cada parte de su piel quemaba de deseo. Y él, sin saber cómo, se vio condenado. Condenado a pecar, a caer, condenado a probar de aquel dulce néctar que lo prohibido prometía.

Y aquello no hizo más que detonar lo inevitable.

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