Nueve

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Ella abrió sus ojos cuando la puerta de su habitación crujió, el sonido sordo de pasos adentrándose. Se mantuvo quieta, con su respiración calmada escapándose de los labios y el cuerpo aún escondido bajo las cobijas, su mano sosteniendo débilmente el dije del colgante en su cuello.

—Aurora —escuchó que decía suavemente y solo estuvo ahí, cerrando los ojos. Escuchó el fino caminar de tacones sobre el suelo, acercándose. Sintió como la cama se hundía en un costado y el aire se había llenado de un aroma gustoso a flores, perfumado. Ella había reconocido la esencia. —Por favor. Sé que no estás dormida.

Lobríah Harvet se definía por muchas cosas —talentosa, hábil, inteligente. Preciosa como ninguna otra chica que Aurora hubiese visto alguna vez... y persistente. Lo suficiente para obtener todo lo que quisiera y teniendo las habilidades y el poder para ello.

Pero lo que Ría quería ahora era Aurora. No a ella, sino que la chica saliera de su cama y la mirara y hablase. Que gritase, que estuviese molesta, reclamándoles por lo sucedido en aquella tarde y la forma en la que cada uno de ellos se había quedado quieto sin hacer nada; esperaba la reacción más mínima. Pero Aurora no era así, ella no gritaba, no se enfurecía ni reclamaba. Ella tenía ese tipo de ira silenciosa, que la callaba y alejaba, solo dejando sus ojos transmitir el mensaje... y es que no era furia, era decepción. Aurora nunca se enojaba, ella se decepcionaba. Como si siempre esperase algo de los demás.

Y aquello era tan débil a los ojos de la menor de los Harvet. Tan dócil. Se preguntó cómo siquiera existiría alguien así. A veces, ella pensaba en Aurora como una niña. Una niña ingenua e inocente, demasiado asustada del mundo real. Por eso creía que debía protegerla —¿Y cómo no, si Aurora sin elegirlo se había metido en la boca del lobo? ¿...En aquella familia?

Su familia.

Suspiró, moviéndose con cuidado. Acercándose para no tener que hablar demasiado alto.

—Lo sentimos. Sé que lo sabes —dijo suavemente. —Ninguno de nosotros pensó lo que sucedería hoy, ni lo vimos venir.

Ciertamente, no. Ninguno de ellos pensó que Azael haría algo así. Él lastimaba a Aurora, le sacaba las lágrimas y la dañaba con sus palabras; pero él nunca le mostraba al mundo que le hacía, nunca les daba el incentivo débil. Él nunca humillaba a Aurora. ¿Cómo podrían haberlo sabido?

—Si... —la voz de Ría se sumió en la tristeza, como un flojo consuelo— si hubiéramos sabido que él haría eso no- nunca más lo hubiéramos dejado acercarte. No dejaremos que se te acerque.

Algo tiró de los labios de Aurora, vacío y sin humor. ¿No dejarían que se acerque? No era necesario. Azael ya repudiaba a Aurora sin alguien reteniéndolo por los hombros.

—Aurora —Ría siguió hablando, intentando obtener una respuesta. O un movimiento, al menos, porque la chiquilla pelirroja seguía quieta bajo las sábanas. —Lo siento.

Hubo una exhalación baja y Ría la escuchó. Fue como el sonido del final del llanto y ella casi se movió para abrazar a Aurora; desistió, al final. Lo hizo cuando la vio encogida en la cama, intentando alejarse de ella en lo más que pudiese. Algo le apenó profundamente, causándole cierta tristeza... ¿Acaso Aurora sabría que, en cuanto salió corriendo fuera de allí, Azael fue tras ella?

No. No lo sabía. Y tampoco cambiaría nada saberlo.

Alejó su mano de la sábana sedosa, poniéndose de pie. Retrocedió con calma, intentado no hacer algún movimiento que la asustara. Porque aquella era otra cosa, Aurora era tan precavida con los movimientos fuertes. O inesperados e impredecibles, le tenía terror. Ría asumía que era por aquella vez que ella y Azael habían sido secuestrados, cuando tenían ambos ocho y nueve años. Las cicatrices que a Aurora le habían quedado no eran solo físicas.

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