Treinta

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Cuando Azael cumplió once años sucedieron muchas cosas. Primero, Mikahil decidió que aquel departamento de paredes no era lo suficiente seguro para ellos y fue cuando se mudaron a una gran casa. Ahí, a ambos los separaron; metros, pasillos, habitaciones de por medio. A Azael aquello le pareció ridículo, ¿Cómo iban a separarlos? ¿Cómo él podría cuidar de ella con tanta distancia de por medio? ¿Y si le sucedía algo en la noche... y si sucedía algo y él no estaba en la puerta de al lado para arreglarlo...?

Pero la primera noche en esa casa, cuando Aurora lo miró con la expresión inquieta y asustada cuando creyó que él se iría lejos, a la otra pieza, Azael simplemente se le acercó.

—¿No vendrás...?

Pero él negó, interrumpiéndola y soltándole la mano. Le dejó un beso en la frente antes de retroceder.

—No te duermas —fue todo lo que dijo.

Y Aurora no lo hizo, ella esperó por él, despierta, escondida bajo sus cobijas y cuando se adentró a su habitación a escondidas, toda ella se tornó en alivio y calidez. Azael nunca se había sentido tan complacido al verla, como cuando ella lo observó ahí, después de haber esperado tanto por él. Así que simplemente se acercó, acariciándole la mejilla —de esa forma en la que lo hacía, cuando le rozaba muy delicadamente la cicatriz en lo alto de su pómulo— y luego acomodándose a su lado, dejando que toda Aurora se arropara junto a él.

—...Casi creí que no vendrías —ella confesó, muy bajito.

Azael, en respuesta, le besó la frente antes de comenzarle a leer. ¿Cómo ella podría pensar que él podría estar lejos, alejado? ¿Acaso no sabía ella que Azael la necesitaba tanto como Aurora a él?

Y sucedió así. Cada noche se escabulló a su lado y ella al suyo. Se quedaron dormidos con sus manos unidas sobre la alfombra y a veces, sus cuerpos entrelazados para espantar el frío. No importaba cuantas veces Ariah enloqueciera al encontrarlos o Mikahil intensase imponer un poco más de distancia, ellos siempre acababan uno junto al otro... hasta que, finalmente, les entregaron una habitación para ambos.

Solo que hubo una condición. Azael tenía once años la primera vez que Mikahil lo llevó al gran gimnasio y ahí estaba su primer maestro de artes marciales. Su padre no le dio ninguna explicación, solo le dijo «Si quieres tanto cuidarlo, tienes que aprender cómo verdaderamente hacerlo.»

Y Azael lo hizo obedientemente, aprendió de cada maestro que lo visitase y no protestó cuando drásticamente aprendía una nueva defensa, por mucho que doliese el entrenamiento. Mikahil lo observaba desde la puerta del gimnasio, a veces, viéndolo aprender cómo usar sus puños y asentía, como si supiera que hacia lo correcto. Como si lo estuviese cuidando. A ambos.

Y lo único que a Azael le desagradaba de aprender «kickboxing» —porque lo esencial que le estaban enseñando era eso y, cada algunos días, distintos maestros lo visitaban. También aprendió un poco de karate a los once, luego, a los doce san da, y así, respectivamente, Mikahil le enviaba un nuevo maestro distinto cada año— era que los entrenamientos ocupaban mucho de sus tarde y eso era, básicamente, parte de su tiempo con Aurora. Por eso, cuando su maestro se iba y él quedaba solo en el gimnasio, ella se adentraba con un ceño fruncido, sentándose a los pies del centro de la habitación, solo a mirarlo. Como si no pudiese dejar de hacerlo.

Cumplió doce años y Peerce Harvet hizo una gala en su nombre. Una gala en la que todo el mundo lo recibió —y a Aurora, porque Azael lo había notado: ellos la adoraban. La querían, por la forma en la que siempre parecían estarla viendo, recibiendo con sonrisas y gestos suaves— pero de todas formas, él no duró mucho ahí, en medio de toda la familia y los invitados. Antes de que empezase el banquete, él tomó de la mano a su hermanastra, sacándola de ahí; y Azael pasó su cumpleaños número doce escondido en el jardín de rosas, con la risa de Aurora siendo la música de fondo y sus conversaciones perdiéndose en el aire.

Prohibido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora