Los Harvet eran una familia amplia y poderosa, tanto, que en sus más brillantes pasillos tenían telarañas a base de secretos. Su nombre se había colocado en un pedestal de oro y riqueza, la suficiente para destruirlos a todos, incluso los mismos que cargasen su apellido.
...Las cicatrices de Aurora se habían trazado con una daga que, en el fino metal, tenía tallada la palabra Harvet.
(...)
—Aurora, cariño —la voz de su madre se deslizó con cuidado y suavidad desde el otro lado de la puerta cerrada, un matiz cauteloso colándose por sus palabras— ¿Estás bien?
Ella se encogió en su cama, escondiéndose bajo el edredón pesado y la oscuridad de la habitación. Ante la falta de respuesta, un suspiro se escuchó desde el pasillo. Su madre golpeteó sigilosamente la puerta, como si fuera un gesto nervioso e intentara tocarla a través de la distancia.
—Desde el colegio me han notificado que te ausentaste toda la tarde —siguió diciendo— y las chicas de servicio me contaron que llegaste temprano. ¿Qué sucedió?
Hubo silencio. Entonces, su madre lo dijo tras segundos.
—¿Fue Azael? ¿Sucedió algo con él?
Aurora presionó sus parpados, su respiración conteniéndose en los labios y su cuerpo apretujándose y abrazándose a sí misma, las mejillas aún con restos de las lágrimas secas. Se le escapó una exhalación baja, temblorosa, y continuó aguardando callada, el nombre repitiéndose varias veces en su cabeza como un recordatorio. Azael, Azael, Azael. Su madre permanecía esperando por ella, su sombra colándose por la apertura diminuta y en medio de toda la habitación.
Ariah pareció rendirse después de segundos sin respuesta.
—Ría llamó, varias veces. Le dije que estabas durmiendo, pero no creo que tarde en volver a llamar. Al menos... habla con ella —su voz denotó cansancio— y sé que estás despierta, cariño. Puedes hablar conmigo cuando quieras, ¿Si?
Luego de eso, Ariah aguardó, como si le diera la oportunidad de despertar e ir hacia ella y abrir la puerta. Cuando eso no sucedió, hubo un taconeo bajo y seco anunciando sus pasos mientras se alejaba. Aurora tragó con dureza, ignorando el nudo en su garanta y, como si hubieran esperado por ello, un par de lágrimas se deslizaron por sus mejillas y rodaron hasta la seda que envolvía su almohada. Ella cubrió sus labios al momento, callando cualquier tipo de sollozo... como lo había hecho toda la tarde, desde que huyó del instituto y tomó el primer vehículo que vio a su vista, el conductor de un autobús dejándola pasar con una mirada lastimera y el peso de muchos ojos sobre ella cuando tomó asiento al final, su fachada de niña rica y vanidosa desmereciéndose cada vez que agachaba la cabeza y su cabello cubría el rostro lleno de lágrimas. Nadie intentó intervenir por ella y una señora de aspecto amable pagó su tarifa. Ella ni siquiera agradeció cuando descendió del ómnibus, demasiado ahogada en llanto.
Aurora se convirtió en un destello de dolor apenas palpable. Su figura pequeña y herida encogida sobre la cama, sus manos cubriendo su boca y luego deslizándose con cuidado hacia su cuello... y rodeando con asombrosa delicadeza el dije de su collar, la punta de sus dedos delineando la fina figura de un ángel tallado en el metal de plata. Estaba aferrándose al collar, casi como si el objeto brilloso fuera a sostenerla.
Todo había empezado a inicios de su segundo año. No, no lo había hecho. Todo había empezado antes, mucho antes. Antes de que Aurora vistiera telas finas y prendas de oro, antes de que su cama estuviera recubierta con sábanas de seda y su cabello envuelto en finas tiras con hilos de cobre.
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Prohibido ©
Novela JuvenilY ella estaba ahí, mirándolo con aquellos ojos verdosos que parecían aclamar a gritos su inocencia, o hablándole en aquel tono bajo que a veces en sus más remotos sueños le susurraba su nombre, su promesa. Y lo conquistaba, lo seducía con aquellos...