Veintiuno

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Aquella mañana de lunes, mientras Aurora y Ría se escondían en alguna esquina del gran jardín, ocultas bajo la sombra de un viejo árbol; Azael Harvet se adentraba a la academia a pasos largos y firmes, sin nadie mirándolo a los ojos, sin nadie atreviéndose a tocarlo. Con la mirada fija en un punto al frente, sabiendo lo que buscaba.

Cuando Azael lo encontró, sintió que la sangre le hervía. Una sensación inexplicable y desconocida le recorrió las venas, tensándole cada músculo del cuerpo y endureciéndole los rasgos. Él se acercó, de repente, encontrando una sala vacía, en donde ya aguardaban por él.

Lanzándose como un depredador furioso; cerró la puerta a sus espaldas.

—¿Qué mierda quieres? —siseó, acercándose. Él ni siquiera se inmutó, mirándolo con indiferencia desde el centro de la sala, sentado esperado por él.

—Azael —murmuró en forma de algún tipo de saludo. Pero Azael no respondió, deteniéndose frente a él con la barbilla en alto y las facciones afiladas, la mirada enunciando peligro.

—Sin juegos —le ordenó casi en un gruñido— dime que es lo que quieres.

Anker le sonrió, pequeña y atrevidamente.

—No es nada importante, ¿Cierto? —dijo y luego lo observó desde abajo— solo advertirte sobre esa chiquilla linda, ¿Sabes de quien te hablo? ¿No? Ella es tan bonita, como una muñeca...

Y Azael se quedó quieto, observándolo. La furia se convirtió en algo frío y desagradable deslizándosele por la piel y él tuvo que tomar asiento, escondiendo la forma en la que sus puños se apretaban y sus nudillos crujían, sintiéndose irracional.

Y luego, escuchó lo que el hermano menor de Amon tenía que decir. La sentencia del Inferno llegando a su pequeño ángel.

(...)

Azael había cumplido su promesa, regresando en búsqueda de Aurora..., solo que ella no lo sabía.

Fue al día después de la gala de Emma. Él regresó a la gran casa, en la noche, solo con los empleados del servicio y los guardias de seguridad percatándose de su visita. La residencia de Mikahil Harvet estaba extremadamente protegida en cada rincón, vigilada cuidadosamente y con un sistema de seguridad impecable; aunque cuando Azael cruzó la sala y comenzó a subir por las escaleras de mármol blanco, la gran casa estaba desierta.

Era casi de madrugada, tarde en la noche cuando cruzó los pasillos, atravesándolos en silencio y con prisas hasta detenerse en su puerta. Allí fue cuando él estuvo quieto, quedando estático delante de la puerta de madera oscura, tomando el aire que no sabía que necesitaba; hasta que la abrió, silencioso y cuidadosamente, abriéndose paso hasta la habitación oscura y luego cerrándola tras él.

...y ahí, en medio de la habitación y bajo la escasa luz de la luna que se colaba por las cortinas, estaba ella. Pequeña y hermosa, enredada bajo sabanas claras con los cabellos rojos regados sobre la seda, dormida...

Azael exhaló lentamente y se acercó, como si se tratase del sol siguiendo a la luna y esta, sabia y hermosa, escabulléndose de él.

Fue cuando estuvo cerca que él perdió el aliento, inclinándose hasta poder rozarla y quedar a su lado. Aurora estaba dormida, perdida en sueños con sus ojos cerrados, sus pestañas casi rozándole los pómulos pecosos, las mejillas pálidas y los labios rojos entreabiertos, respirando suavemente.

Azael la observó. No se atrevió a despertarla.

En cambio, se inclinó un poco más, cuidadoso de no hacer ningún movimiento brusco; y luego llevo su mano a su rostro, acunándolo suavemente, tocándolo. Su dedo pulgar barrió sobre la piel, acarició sus mejillas, delineó lo afilado de sus pómulos, rozó la comisura de su labio... y él la observó, atento y curioso, delineando sus rasgos como si fuese la primera vez que la veía, como si quisiera memorizar el toque bajo sus dedos... y como si ella le arrebatara el aire.

Prohibido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora