Veintitrés

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(...)

«Para cualquiera que viese a Aurora, no podría evitar compararla con una muñequita. Con aquellos cabellos rojos largos y rizados, la piel blanquísima como la porcelana y las mejillas repletas de pecas y lunares, tersas como la seda... y los ojos grandes, dulces y claros, de un verde tan claro que casi parecía azul.

Aquello, junto a su figura pequeña y delgada —tan fina que casi lucía frágil— y lo delicado de sus facciones, lo suave de su voz... Aurora era una muñequita, hermosa, tan preciosa como una.

Y también, para cualquiera que la viese junto a Azael, a su lado, pensarían en aquel famoso ballet de la muñeca y el príncipe donde él, al final, terminaba poniéndola en tal riesgo que la muñequita se quebraba entre sus brazos.»

(...)

Ría llevaba hablando, probablemente, los últimos quince minutos. Aquello no era raro, no mucho —al menos, no mientras estuvieran fuera del colegio. En Hussell, había que guardar las apariencias y el silencio era la mejor forma de esconder secretos— sin embargo, ahora que ambas se encontraban en el auto, siendo llevadas hacia el centro de la ciudad por uno de los vehículos y conductores que Easton había enviado por Ría, era como si la muchacha rubia no pudiera contenerse y todo lo que le pasase por la cabeza lo soltara como comentarios suaves y cortos, pero uno seguido del otro, uno más eufórico que el otro.

Para Aurora no había sido difícil darse cuenta de que Ría estaba emocionada —o expectante— sobre la fiesta de Halloween. Aquello, además de apenarla muchísimo, había logrado contagiarla un poco del entusiasmo. Sobre toda esa bruma oscura de emociones y pensamientos que tenía apartados en su cabeza, ella podía sentirse un poco ligera de escuchar a Ría, aunque realmente no lo estuviera haciendo. Porque en primer lugar, había sido por Aurora que Ría se había privado de todo aquello, fiestas y eventos, la mayoría de las cosas que el resto —los gemelos, Earlier— hacían.

A Aurora se le vino a la cabeza el recuerdo de cuando Azael le había advertido sobre la fiesta de Halloween, mucho tiempo antes. Fue solo por un segundo, pero aquella imagen la hizo removerse y, por lo tanto, rozar a Ría.

—¿Todo bien? —preguntó la rubia en cuanto se dio cuenta de la incomodidad de Aurora, o de que, en realidad, lucía distraída.

Aurora asintió. —Si, solo me duele un poco la espalda. No dormí bien anoche.

Ría arrugó el entrecejo.

—Podemos ir a un spa si quieres. Kaethennis dejó nuestros nombres en la lista de citas de todos los de la línea —mencionó Ría. La hermana mayor de los Harvet tenía una línea, además de los negocios familiares, meramente destinada a belleza. Salones, centros, perfumerías y tiendas por cada rincón de Europa. Según lo que Aurora escuchó una vez, fue Emma y Kaethennis quienes la crearon. No había campo de negocios donde los Harvet no tuvieran una fuente.

—No —Aurora negó levemente y sacudió la cabeza. Fijó los ojos en las ventanillas tintadas, enarcando ambas cejas cuando preguntó —¿A dónde vamos?

—Oh —Ría siguió su mirada también. El centro de la ciudad rodeándolas, el vehículo introduciéndose cada vez más en un sector privado— El centro del que te hablé para encontrar los disfraces. Ya estamos cerca. Podremos hacer algo después, si quieres.

—¿Cómo qué?

Ría se encogió de hombros.

—¿Una cita para el cabello?

Una punzada de incomodidad se le clavó a Aurora en las costillas. «¿Qué tiene de malo mi pelo?» se preguntó a sí misma, de repente; y es que ella se había dado cuenta de cuanto la miraban, en ocasiones, y aquel día con Ariah le disparó todo tipo de dudas e inseguridades. Tal vez aquel tono de rojo, brillante y claro, les molestaba a ellos pues, de alguna forma, era algo suyo. Las mujeres Harvet eran conocidas por tener los cabellos rojísimos... y Aurora no era una Harvet.

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