El primer tatuaje que Azael Harvet se hizo fue en las clavículas, extendiéndose hasta casi rozarle los hombros. De tinta negra y con trazado tan fino que parecía hecho por una pluma. Eran las alas de un ángel.
El segundo fue en el pecho, a la altura del corazón. Era una rosa con una daga. En cambio, el tercero fue en el antebrazo: la palabra Inferno. A partir de ahí, comenzaron los tatuajes de equis tras la nuca, las marcas en los nudillos y las cicatrices en las palmas.
...Y tiempo después, la última tinta que tocó a piel de Azael fue en los nudillos, formando una palabra cuando sus manos se hacían puños. La misma palabra que todos los hermanos Harvet tenían tatuada sobre la piel.
(...)
La mañana del treinta y uno de octubre Aurora despertó sin saber cuándo se quedó dormida en primer lugar. Estaba en su cama, envuelta en sábanas gruesas y con el cabello tan despeinado que parecía que nunca se lo llegó a atar. Cuando se reincorporó en la cama, se dio cuenta de que aun vestía la camisa de Hussell..., pero solo la camisa del resto del conjunto.
«Azael me trajo a la cama» fue a la conclusión que llegó, aún con los ojos pesados por el sueño. «Debí haberme quedado dormida y...»
Oh; ella recordó haberse quitado las medias y la falda con torpeza, sentada a los pies de la cama. Recordó la mirada recia de Azael en sus ojos —como si tratara de no mirar a otro sitio— y luego el beso que le dejó en la frente antes de irse, cuando ella casi se estaba quedando dormida. La noche anterior le permanecía borrosa en la cabeza, en parte por las lágrimas y el cansancio y, por otro lado, por las emociones.
Pero ella no se sentía atormentada ni extraña. Tampoco inquieta o miedosa —como semanas antes, cuando la verdadera cercanía empezó— ella, en realidad, solo estaba adormilada. Lo suficiente para cerrar los ojos y recordar toda la plática de la noche anterior, los besos en el rostro, los toques entre sus cuerpos... y cuando miró hacia su mesita de tocador, ahí estaba el frasco de medicina verificándole que fue real.
Aurora casi sonríe hasta que llaman a su puerta. Antes de que dé la orden o se ponga de pie, la abren. Ría Harvet se adentra sin decir una sola palabra, solo mirándola cuando cierra tras ella la puerta.
—Luces descansada —es lo primero que dice y luego— ¿Por qué aún vistes de uniforme?
Aurora entreabre los labios, titubeante. Todo lo que hace al final es sacudir la cabeza.
—Estaba muy cansada cuando llegué —no está mintiendo. Ría entrecierra los ojos pero ella sigue hablando, agregando con torpeza—... y, buen día. Gracias, dormí bien. ¿Qué haces aquí?
La última pregunta se desliza con un rastro de timidez y Ría sonríe sin pensarlo, porque Aurora es como un libro abierto. Avergonzada y tímida, con las mejillas rojas y la expresión sorprendida. Lobríah le tiene un cariño gigante a la chiquilla de cabellos rojos.
—Solo quería pasar a ver como estabas —responde, adentrándose. —¿Recuerdas que hoy...?
—Si. ¿Por qué no traes el uniforme?
Primero, Ría frunce el ceño con una confusión sincera y, después, una sonrisa tira de sus labios por un segundo hasta que sin parecer querer evitarlo, la muchacha rubia empieza a reír.
—Aurora —murmura— es sábado.
A la chiquilla se le sonrojan las mejillas furiosamente y se le amplían los ojos. Una sonrisa avergonzada le tiembla en las comisuras.
—Oh —musita, consternada— yo..., no me di cuenta.
Algo flojo brilla en los ojos de Ría. Afecto y calidez. Ella está negando con la cabeza, pero aún mantiene ese gesto suave en los labios.
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Prohibido ©
Teen FictionY ella estaba ahí, mirándolo con aquellos ojos verdosos que parecían aclamar a gritos su inocencia, o hablándole en aquel tono bajo que a veces en sus más remotos sueños le susurraba su nombre, su promesa. Y lo conquistaba, lo seducía con aquellos...