Dieciséis

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Y volvía a ese escondite oscuro que se había convertido su habitación, escondida entre las sábanas, llorando con la almohada callando el ruido. Lloró hasta que se quedó dormida. Hasta que el corazón comenzó a dolerle tanto que, para poder sanarse, tuvo que callarla y adormecerla. Y ella se quedó dormida con la mano sobre los labios, posada delicadamente y sabiendo entre sueños que, al final, ella no quería que aquello se desvaneciese... no cuando lo ansiaba de la misma forma.

Pero no lo sabía. Y lloró por ello, porque no lo entendía a él, no se entendía a sí misma.

(...)

Cuando Aurora se observó en el espejo al día siguiente, ella no se fijó en su palidez extrema, ni lo lastimado que lucían sus ojos y lo insana que se tornaba su expresión, no. Cuando Aurora se miró al espejo, ella observó su boca.

Lo hizo por mucho tiempo. Tocándola a veces, rozándola con la punta de sus dedos y trazando por donde mismo los labios de Azael habían estado.

¡La había besado! Oh, ella probablemente estaba enloquecida. Su cabeza lo repetía a gritos cada pocos segundos, mirándose con el corazón golpeándole el pecho con fuerzas. ¡No, no! El cúmulo de emociones que picoteaban en su pecho eran insoportables, porque entre el horror y la confusión, ella a veces podía sentir algo caliente, no malo, sino efímero... cada vez que cerraba los ojos y volvía a sentir el recuerdo una boca sobre la suya.

Y pensó en ello cuando se miró los ojos verdes, en ese terror inaudito que le había visto a Azael cuando se echó hacia atrás, separando sus bocas y rompiendo el beso. Azael había lucido tan aterrorizado, como solo Aurora lo había visto una vez, cuando tenía trece años. Cuando él había pensado que iba a perderla.

Aurora miró su cicatriz, esa, pequeña y casi imperceptible en la mejilla.

«¿Por qué? ¿Por qué me besó...?»

Aurora no lo sintió, pero hubo tres golpecitos en su puerta. Ella estaba tan perdida en sus pensamientos que no escuchó la puerta entreabriese y el rostro de su madre asomarse a verla, solo un poco. Encontrándola allí, sentada frente al tocador, mirándose al espejo y tocándose la boca con cuidado, casi rozándola.

Y Ariah estuvo quieta, observándola por un tiempo con la agudeza que solo una madre poseía y evaluándola. Viendo como su niña cerraba los ojos y suspiraba, cubriéndose los labios y mordisqueándoselos como si quisiera encontrar algún rastro ahí.

Ariah Gallone simplemente la observó.

—¿Aurora, cariño? —preguntó entonces, cuando su hija se sacudía en un temblor casi imperceptible, como si fuera a llorar. Aurora abrió sus ojos de repente, sobresaltándose y volteando a verla con los ojos amplios y asustados. Ariah le sonrió suave y pequeñamente, como había aprendido a hacerlo. Fingiendo que no había visto nada —¿Cómo estás?

Aurora lucía inquieta y alarmada, bajando sus manos a su regazo y entrelazándolas con rapidez, asintiendo con fuerzas —Si, yo... si. Estoy bien.

Y mientras tanto Aurora pensaba, con su madre frente a ella, que pasaría si Ariah supiera que Azael la había besado; si, tal vez, su madre se sentiría asqueada porque los veía como hermanos, cuando no lo eran. Aquella imagen se había destruido ante sus ojos y no eran Azael y Aurora Harvet, no. Aurora rechazaba ese pensamiento —el que ellos estuvieran verdaderamente unidos por apellido— como si le repugnara, porque había comenzado a hacerlo.

Pero cualquier gesto se desvaneció, no sonrió, no habló, solo desvío la mirada. Los últimos pensamientos rondándole por la cabeza no asqueándola, sino que avergonzándola y aterrándola. Pero Ariah no parecía notar aquello, ajena al caos en el que se había convertido su hija, que ni siquiera se atrevía a sostenerle la mirada. Su madre miraba la habitación con ese gesto elegante que solo escondía curiosidad, las facciones rígidas e imperturbables observando cada detalle. Al final, cuando Aurora ocultaba sus manos temblorosas en su regazo, Ariah se adentró a la habitación con cuidado. Sus tacones finos y el aspecto arreglado, cuidadoso.

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