Diez

737 57 0
                                    

Aurora se mantuvo ahí incluso cuando la puerta se cerró y el baño quedó nuevamente vacío, solo audible el sonido de su respiración. Estuvo ahí, quieta, abrazándose a sí misma y con las manos cerradas sobre su falda para que no temblasen. Inestable y abatida. Tan quieta y rígida, calmada de alguna forma. Sin nada más que su respiración delatándola a la par de los latidos dolorosos de su corazón.

Y con cierta vocecilla al fondo de su cabeza, repitiéndolo una y otra vez con la misma suavidad. Pero cada vez un poco más oscuro, un poco más bajo.

El círculo. Este viernes. Bestia..., Azael.

Así, fue como la chiquilla se enteró de la existencia del infierno.

(...)

Cuando Azael era apenas un niño él había sido llevado desde Alemania. Denominaba los idiomas a la perfección —eran tres, alemán siendo la lengua de su padre, inglés por cada viaje que hacían de vuelta a la residencia de los Harvet; y ruso, porque era la lengua natal de su madre— y nunca fue muy apegado a nada. No demostró ningún índice de tristeza cuando se subió a aquel avión en un vuelo definitivo a otro país... ni ninguna otra emoción, tampoco. Él nunca las mostraba, como si no las tuviera.

Sin embargo, Azael detestaba los cambios. Lo hacía. Desde el cambio banal de casa —había tenido muchos de esos cuando era niño— hasta los inevitables, como crecer. O ver a alguien crecer. Azael detestaba aquello, pues lo sumía en un estado de frustración cuando se daba cuenta que no podría hacer nada para evitarlos. No podía detener el tiempo para que no sucedieran o cambiar la forma en la que el mundo giraba para que tomaran un destino distinto.

Si Azael pudiera hacerlo, eso, detener el tiempo, él lo hubiera hecho en aquellos días cuando tenía catorce años y una chiquilla pequeña se escondía entre sus brazos, parloteando sin sentido y cayendo dormida poco después, con un libro de historias sobre la mitología griega en las manos... siendo suya, ella. Hubiera detenido el tiempo y lo hubiera hecho eterno.

Porque Azael detestaba los cambios, pero su vida estaba repleta de ellos.

Mientras Aurora estaba buscando a Azael por la gran casa en medio de la noche, creyendo que estaría allí; al otro lado de la ciudad, estaba él. Despierto aún porque cada vez que cerraba los ojos su cabeza se llenaba con la imagen de Aurora meciéndose en un columpio, llorando y las palabras «Te odio. Te odio con toda mi existencia» una y otra vez, como una cancioncilla tortuosa.

Tenía en las manos un vaso de cristal con líquido ambarino en él. Se lo habían dado hace algún tiempo, como algún tipo de obsequio por ser la Bestia... y Azael no solía tomar, en realidad. Mucho menos whiskey. Él se había adaptado más al vicio del humo del cigarrillo.

Pero, en realidad, tenía ambos. Un vaso de whiskey y un cigarrillo consumiéndose en su mano izquierda. Se lo llevaba a cada rato a los labios, aspirando y luego expulsando el humo y después bebía del líquido amargo y caliente.

Ninguna de las drogas que le quitaba aquel malestar de encima.

—Azael —le llamó él, nuevamente. Lo había estado haciendo por la última hora, intentando sacarlo de su cabeza y tener su atención. Azael lo miró, a Thomas. Thomas siempre estaba ahí, siguiéndolo y cuidándolo... metiéndose junto a él en el maldito infierno en el que estaban. Siempre leal como solo la familia lo era. —Joder, no te embriagues. No de nuevo, ¡Y menos aquí!

Algo irónico alzó las comisuras de Azael y él echó una mirada de reojo a dónde estaban. Aquel club pertenecía a Inferno y su nombre era una burla ridícula, "Paradise." Aunque la música bajo ellos era estridente y molesta, a ellos solo les llegaba como una leve vibración en el suelo. En el cubículo que estaba a lo alto como una sección privada, protegida por cristales oscuros que le impedían a alguien más verlo, él estaba ahí. Un sitio que le habían entregado a la Bestia, no a Azael Harvet... solo que eran la misma persona.

Prohibido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora