Treinta y tres

2K 171 114
                                    

Ella lo miró a los ojos, tan vulnerable y expuesta... y ahogó un jadeo, el corazón doliéndole contra el pecho, y, antes de pensarlo, acortó cualquier tipo de distancia, perdiendo el aliento cuando chocó sus labios contra los de Azael.

Pero él no la sostuvo... él no se atrevió a tocarla.

Ella se alejó, los ojos derramando lágrimas, la expresión perdida cuando musitó:

—Bésame —bajito y desesperado, necesitando de más— Bésame, Azael. Por favor.

Él tragó con dureza —Aurora...

Ella negó —No me importa si es Prohibido —repitió una vez más —. No importa. No lo hace.

Y Azael la besó.

Desesperado y ansioso, así fue la forma en las que sus labios chocaron unos contra los otros. Aurora lo rodeó con sus brazos, sus manos aferrándose a su nuca, enterrándose en su cabello y él le envolvió la cintura, apegándola a sí, sus dedos colándose bajo la blusa de plumas para tocar la piel cálida de su espalda. Ella jadeó, abriendo su boca y él, de inmediato, la tomó.

Aurora se recargó contra él, tomándolo todo. Como si encajara ahí, su corazón dejando de doler contra su pecho, su piel tan caliente como si se quemara, el aire de sus pulmones entregado a él. Pero era correcto. Ahí, contra su boca y entre sus brazos, lo único que Aurora podía pensar que era correcto. Esa era la forma en la que debían estar.

Tal vez ella siempre lo supo.

No había otra forma en la que Azael debería sostener a Aurora... él debía besarla, como si sus bocas fueran dos piezas destinadas a encajar. Quizás lo eran. Quizás ellos debían amarse así, con desespero y con necesidad, con pasión y angustia. Rompiendo las reglas y probando lo prohibido.

Fue cuando Azael le sostuvo el rostro con una mano, sus bocas moviéndose a un compás ansioso, como si desearas más que aquel contacto, como si aquello fuera insaciable que terminaron adentrándose sin darse cuenta, cayendo bajo las luces grises. Aurora sentía la euforia correrle bajo los dedos y cosquillearle mientras se le clavaban en la piel a Azael, aferrándose. Dejándose ir y olvidando cualquier pensamiento.

Ambos ahí, en el centro de aquel sitio, juntos cuerpo a cuerpo. Entregándose el uno al otro... aceptándose. No había nada más que ello. Ni paraíso ni infierno, ni miedo y caos. Solo ellos dos.

—Aurora —Azael musitó bajito, interrumpiendo aquel contacto desesperado entre sus bocas, alejándose para mirarla a los ojos, su respiración rápida barriéndole sobre la boca y sus ojos sobre ella, sobre sus mejillas y labios rojos, sobre sus ojos verdes —. Déjame protegerte —rogó un susurro.

Aurora se aferró a su cuello, tomando su aire y dejó que Azael apoyara su frente contra la suya. Lo miró a los ojos, casi enmudeciendo por la forma en la que parecían suplicarle, aterrados. Cada parte de ella tembló.

—Solo si tú me dejas cuidarte a ti.

Azael no contestó, no fue necesario: con un gruñido bajo, demandante, alcanzó sus labios y se apoderó de ellos. Hubo algo caliente en el aire, húmedo, pegándoseles a la piel y haciéndola jadear; las manos de Azael se posaron en sus caderas, posesivas y fuertes y, sin ella pensarlo, se encontró recargándose contra él, rodeándolo con las piernas y apegándose tanto como sus cuerpos lo permitieran. La tiara de laureles se le cayó del cabello a la vez que Azael le abría la boca y le mordía el labio, liberando un sonido suave y pequeño.

—Llévame —ella le susurró sobre su boca, separándose apenas para jadear— llévame al dormitorio.

Y al sentirlo tensarse bajo ella, el agarre sobre su cuerpo endurecerse y la forma brusca en la que su respiración se expulsó, Aurora le dejó un beso casto sobre la boca, probando de nuevo su sabor; dulce y tímido como solo ella lo haría.

Prohibido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora