«En aquella misma sala de música Aurora se había adentrado tiempo atrás. Tenía quince años y estaba cercana a cumplir los dulces dieciséis. Milosh, quien estaba absortamente interesado en el arte, le había hablado sobre esa sala: sobre ella y todos los instrumentos de ahí, que, con tantos años tras ellos, tenían su propia historia. Aurora llegó ahí para poder escapar.
Aquella tarde los Harvet celebraban una cena por el cumpleaños de Peerce. Todos y cada uno de ellos estaba ahí; Azael lo estaba.
Azael, quien mismo tanto ella había adorado, quien mismo ahora la alejaba como si Aurora pudiera provocarle repulsión. No le hablaba desde hacía semanas —a excepción de murmullos bruscos, fríos. Ante ellos, Aurora deseaba el silencio, a veces, aunque también lo repudiaba: cuando Azael le hablaba, le dijese lo que dijese, la miraba. Aurora había comenzado a fantasear con el momento en el que Azael volviese a mirarla como antes, sin odio ni repudio... aunque él nunca había dejado de hacerlo, ahora, tan solo se ocultaba— él estaba ahí, en esa cena. Sentado al otro extremo de la mesa, sin darle la más mínima mirada como si ella no significase nada para él.
¿No había sido ahí, en esa mismo casa, donde ambos hicieron la promesa de no abandonarse jamás?
¿Cómo Azael había podido haber roto aquello? —se preguntaba Aurora una vez más, cuando se adentraba a la sala. Se detuvo frente al piano y tomó asiento. Sus pestañas, rojas y gruesas, habían comenzado a humedecerse de lágrimas— ¿Cómo él pudo, tan fácilmente, deshacerse de ello?
Pero había una verdad ahí, donde Aurora no veía. Cuando ella se puso de pie y abandonó la celebración familiar, alejándose, Azael la siguió. De lejos, la mirada como la de un halcón y la postura tensa, detestando el tenerla lejos pero a la vez, ansiando ocultar las formas en las que la deseaba —a ella y a su cercanía, de la misma forma— y Azael había descubierto que no existía una mejor forma de ocultar aquello que eso; tenerla lejos. Cuando la tenía cerca se volvía irracional, sin cuidado, siempre errando. Se equivocado de esa forma. No podía permitirse hacerlo de nuevo. No después de aquello que le dijo Mikahil en su despacho.
No después de saber la verdad sobre Aurora.
Pero aún así, aunque su racionalidad le dictaba estar lejos, sus instintos lo impulsaban a seguirla y velarla. No importaba como.
Fue así como la encontró sentada frente a un piano, jugando sobre sus piezas, trazando con sus dedos sobre la madera, luciendo tan ella. Y así, aunque ya la hubiera visto segura, no pudo alejarse. No pudo dejar de verla, escondido tras la puerta, alejado, pero viéndola.
Y qué curioso: aquel piano en el que jugaba Aurora, había tallado sobre la tapa un nombre y abajo, una melodía. Era tan solo solfeo. Nadie se percató en las letras que nombraban a la que una vez le había pertenecido la pieza.
Anna.
Aquel nombre Azael lo empezaba a detestar. Aquella mujer —muerta, enterrada bajo rosas y secretos, sepultada en mentiras que condenaban su belleza— solo significaba algo: Lo prohibido de su Aurora.»
(...)
Ría despertó por una caricia en sus cabellos. Suave y lejana; cuando ella abrió los ojos, su habitación estaba inundada en oscuridad y tan solo un destello escaso de luz, proveniente del atardecer, se colaba por sus parpados. Su mano se alzó, buscando detener aquel gesto. Tomó la mano de Thomas.
—Lobríah —él musitó, despacio. Estaba a su lado, su presencia le otorgaba cierto calor.
Ría detestaba aquello. Detestaba la forma en la que podría necesitarlo incluso cuando lo odiaba. No estaba familiarizada con ella: aquella combinación de castigo, traición y la vez, necesidad.
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Prohibido ©
Teen FictionY ella estaba ahí, mirándolo con aquellos ojos verdosos que parecían aclamar a gritos su inocencia, o hablándole en aquel tono bajo que a veces en sus más remotos sueños le susurraba su nombre, su promesa. Y lo conquistaba, lo seducía con aquellos...