El treinta y uno de enero era la última noche de La Cripta.
Aquello llevaba años ocurriendo. Bajo el ojo público, donde nadie se atrevía a mirar y donde la ley no se disponía siquiera a tocar, aquel evento —aquella matanza— llevaba ocurriendo años, aquel ring de pelea había coronado muchos reyes y así mismo, había presenciado la muerte de otros. En aquellas arenas había caído más sangre que agua, y se había perdido más vida que dinero.
Se decía que, quien había creado el ring y lo había heredado una y otra vez había sido una especie de mafia de la cual lo único que se conocía de su líder, era su nombre. Los peleadores le decían Lucifer. Nunca nadie lo había visto; tenía mensajeros y lacayos organizando aquello, preparándolo todo para él... su verdadero nombre nadie lo conocía, ni quien era, ni cómo reinaba.
¿Había acaso alguien alguna vez mirado los ojos de aquella bestia?
Nadie lo había hecho.
Uno de sus fieles lacayos era famoso por la gran cicatriz que circulaba su cara, cortando desde la mejilla hasta la curva de la ceja, convirtiéndolo en algo burdo, tosco a la vista. Aquello calaba sobre la piel: aquel hombre era venenoso, malsano y en sus manos no había más que atrocidades. Fue él quien una vez guió al heredero de los Harvet a las arenas de pelea. Fue él quien anotó el nombre del emperador del Círculo en la última pelea de La Cripta y fue él a quien acudió Thomas, jugando sucio y prometiéndole una victoria para que peleara contra Bestia.
Amon Woodhell fue quien anotó a Anker —su propio hermano— en la última noche de La Cripta.
Pero Amon no era el único deseoso de arrebatarle el título a Azael Harvet de emperador del Círculo; a lo largo de las peleas, Azael se había buscado sus propios adversarios. Desde contrincantes caídos hasta mecenas y hombres —de esos que formaban parte del público y perdían apuestas de miles contra él, o inversiones de sangre al ver un peleador caer— que comenzaba a intolerarlo: nadie conocía el verdadero nombre, solo lo llamaban Bestia... y esa bestia había derrotado a cuanto hombre se le detuviera en la arena. Aquello no contentaba a nadie, pero mientras Azael pelease para Inferno, nadie podía tocarlo.
Solo había una forma de deshacerse de él: eliminarlo ahí, en la última noche de la Cripta.
Pero él era demasiado arrogante para caer ahí, de esa forma.
Thomas fumaba uno de sus últimos cigarrillos mientras lo observaba. Con cierta seriedad, incluso apatía, no había emitido ni una sola palabra desde que Azael se había subido al ring a entrenar. Estaban solos ellos dos, por supuesto; Azael no solía entrenar —verdaderamente— ante nadie que no fuera su familia quien, suponía, no debía traicionarlo.
Solo se escuchaba el sonido de su respiración jadeante y, a veces, las exhalaciones de Thomas cuando dejaba ir el humo del cigarrillo.
—No puedes dejar que alcance tu cuello —le murmuró cuando finalmente apagó la colilla contra el suelo. Azael ni siquiera volteó— Ni permitir que vaya por tu espalda.
Tres golpes más y la cadena que sujetaba el saco comenzaba a tambalearse. Azael retrocedió dos pasos, controlando su respiración.
—Lo sé.
—¿Planeas ganar?
Azael se burló, sonriendo perfiladamente —¿Tengo otra opción?
Thomas se encogió de hombros.
—La tuviste al inicio. Nunca tuviste que meterte en esto.
Hubo tensión por un segundo en el que Azael frunció el ceño, mirando a Thomas con dureza.
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Prohibido ©
Teen FictionY ella estaba ahí, mirándolo con aquellos ojos verdosos que parecían aclamar a gritos su inocencia, o hablándole en aquel tono bajo que a veces en sus más remotos sueños le susurraba su nombre, su promesa. Y lo conquistaba, lo seducía con aquellos...