Treinta y cuatro

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La medianoche llegó y los primeros segundos del primer día de noviembre fueran así, suyos; la Bestia sosteniendo a la muñequita entre sus brazos...

(...)

Cuando Aurora despertó, lo hizo entre los brazos de Azael, su espalda contra el pecho masculino, los brazos rodeándola por la cintura y el rostro de Azael ahí, encajado en su cuello, aspirando su aroma en sueños. Ella se quedó quieta por un segundo, solo sumiéndose en esa sensación cálida que era estar entre los brazos de Azael y luego giró un poco, con cuidado y calma, acomodando su rostro para verlo de frente, aún sin soltarse de sus brazos... y Azael estaba dormido pero, aún así, ajustó su agarre alrededor de ella como si ni siquiera entre sueños estuviera dispuesto a dejarla ir.

Y Aurora lo miró con atención, cada rasgo de su rostro, de su pecho desnudo, de su torso que se perdía por la sábana que los cubría a ambos. Y Azael era tan atractivo —con sus rasgos tan bellos como varoniles— y así, dormido, con cada facción relajada, Aurora pensó que era un hombre tan hermoso. Azael lo era, como si su rostro hubiese sido tallado por manos griegas, con la piel pálida e impoluta de marcas y vello facial, la línea endurecida de su mandíbula, la nariz recta y las cejas oscuras, como las pestañas, largas y espesas, que le enmarcaban los ojos heterocromáticos...

Y se dio cuenta de que él había despertado cuando la mano que le envolvía la cintura comenzó a deslizarse, con lentitud y calma, sobre la línea de su espalda, descendiendo por la piel desnuda... porque Aurora, bajo la sábana, solo vestía esas finas bragas de encaje blancas.

Las mejillas se le sonrojaron con fuerza en cuanto recordó como había llegado ahí —a esa cama y a esa desnudez— y toda ella se sumió en vergüenza y timidez en cuanto recordó lo que hicieron toda la noche... lo que le hizo él, con su boca.

Y también lo que le hizo luego ella con sus manos... el jadeo bajo que había soltado Azael cuando Aurora con torpeza y timidez había intentado devolverle el placer; y es que ella se había hecho temblores bajo él y sin embargo, nunca había encontrado nada más satisfactorio que el pequeño gruñido que surgió de la garganta de su hermanastro cuando ella le había murmurado "Quiero hacerlo... a ti." Nunca había encontrado algo más satisfactorio que la mirada de Azael en ella mientras Aurora, casi con timidez, le tocaba... y la forma en la que la miró a los ojos al inicio, la mirada oscurecida, repleta de ansia y lujuria; ella nunca se había sentido tan deseada.

Cuando su hermanastro abrió los ojos la encontró ahí; una muñequita sonrojada y de ojos brillantes, expresión suave y extasiada repleta de candidez.

Azael nunca se había sentido tan satisfecho ni completo.

Él siempre había anhelado algo así, despertar con ella entre sus brazos, con su boca cerca de la suya, su cuerpo bajo sus manos... desnuda.

Por eso, cuando Azael despertó, lo primero que hizo fue mirarla.

A ella, toda ella, desde el sonrojo furioso que le cubría las mejillas pecosas hasta como los ojos le brillaban con fuerzas mientras se mordisqueaba el labio, apegada a él con la sábana cubriéndole hasta el pecho, dejándose sostener; él siguió así, trazándole caricias circulares en la línea de su espalda.

—Hola —musitó la muñequita con suavidad, su voz fina y dulce cubierta por nada más que timidez.

Azael enloqueció de una forma irracional y completa al notar la forma en la que Aurora se hacía pequeña entre sus brazos, tan niña e inocente ahora... tan mujer tan solo horas antes, cuando se deshacía en su boca. Él estaba absolutamente fascinado por ello.

Por eso, fue que él le sonrió, pequeño y complacido, tranquilo. A Aurora una tibieza la envolvió al ver la forma en la que él la miraba.

—Eres preciosa —fue lo que respondió y de ser posible, el rubor en sus mejillas se intensificó. Azael sonrió ante la reacción de su chiquilla— mi ángel.

Prohibido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora