Cuarenta y dos

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—¿Qué es lo que sucede? —Azael le preguntó a Aurora una vez que la tuvo entre sus brazos, arrinconada en la oscuridad. Estaban en ese pequeño espacio escondido de la academia, ese que habían hecho suyo. Cuando Aurora no lo miró a los ojos ni contestó, Azael insistió —¿Qué sucede?

Ella parecía hecha pequeña, encogida para no mirarlo. Aquello lo hizo fruncir el ceño y elevar su mano, acunando el rostro de su chiquilla para alzarlo con cuidado, logrando que sus ojos verdes le devolvieran la mirada. Azael se inclinó a darle un beso —¡La necesitaba tanto! La había extrañado como un loco todas las noches anteriores, donde no pudo ir hacia ella y, además, en esos dos días después no tuvieron la oportunidad de estar solos. Sentía que, de la necesidad de tenerla y tocarla, la piel comenzaba bullirle—... pero entonces, Aurora ladeó el rostro, evitando aquello.

Azael retrocedió. Aurora lo miró con sus ojos amplios, brillosos con un nuevo terror.

—¿Qué es lo que pasa? —inquirió una vez más, sonando casi desesperado, casi temeroso... porque Aurora nunca le rechazaba un beso. Un poco más inquieto, se empujó a sí mismo hacia atrás, para darle espacio, para mirarla —Aurora. Respóndeme —le pidió.

A ella eso último, la forma en la que le habló —controlando su dureza, tratándola con cuidado, como si temiera abrumarla— terminó de desarmarla, sacándole un sonidito bajo. Y es que si Azael lucía así, tan inquieto y temeroso, como si pensara que era su culpa que ella lo evitara...

¿Aunque, siquiera lo estaba evitando? Desde la noche de la cena con los Hussell no habían dormido juntos, pues Aurora se encerraba cuando terminaba de cenar y apagaba las luces, como si estuviera dormida. Pero no lo estaba: lo podía escuchar cuando se detenía fuera de su puerta, llamándola apenas en un susurro de «Ángel...» y ella se quedaba quietísima, conteniendo la respiración hasta que Azael se rendía y se iba. No habían coincidido en esos dos días en la academia porque en cuanto Aurora terminaba sus clases, le pedía a Pierce que la llevara de vuelta a la casa. Y al segundo día Azael se había ido de la gran casa para el departamento. Era como si, entre ellos, se estuviera abriendo una brecha desde el día de la cena...

...una brecha que era Aurora quien estaba abriendo.

Pero no era culpa de Azael y ella no sabía como decírselo, como quitarle esa desesperación de los ojos a su hermanastro —porque podía ver cuán inquieto lo ponía sentirla así, lejos—, ¿Pero cómo ella le decía que estaba aterrorizada porque, tal vez, su padre había descubierto de lo de ellos... y le había pedido que se alejara de él? ¿Cómo le decía que ese miedo que ella había tenido desde el inicio —ese, el que los descubrieran y los separaran— parecía tornarse cada vez más real?

¿Cómo le decía que, tal vez, Mikahil la había mirado como si supiera... como si hubiera descubierto eso, lo de ellos, lo que era prohibido?

¿Cómo se lo decía cuando Azael le había prometido que no dejaría que alguien los separara? Pero ahora, ese alguien que Aurora temía, era su propio padre.

Azael no podría protegerla de los Harvet.

De sí mismo.

Él se lo había advertido una vez, al inicio. La primera noche del Círculo y lo había hecho también esa noche de Halloween, bajo las luces rojas.

Ella debía haberlo escuchado.

—Lo siento —fue lo único que alcanzó a murmurar, cruzando los brazos ante su pecho y abrazándose a sí misma. Azael se sintió descolado de tan solo mirarla y su expresión tensa se curvó en preocupación, él frunciendo el ceño y dando un paso hacia ella. Como si su primer instinto al verla intranquila, fuese sostenerla. Aurora lo miró con los ojos amplios —No quiero... —comenzó a decir.

Prohibido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora